Permiso para matar: Al menos 107 asesinatos y 36 desapariciones de niños, niñas y adolescentes por fuerzas de seguridad en 16 años

De los 143 niños, niñas y adolescentes cuyos asesinatos o desapariciones fueron presuntamente cometidos por fuerzas de seguridad, al menos la mitad fueron criminalizadas para justificar los abusos perpetrados en su contra.


Texto: Rocío Gallegos, Blanca Carmona, Gabriela Minjares, Miguel León Carmona, Carlos Arrieta, Charbell Lucio, Carlos López, Carlos Manuel Juárez Rodríguez, Margena de la O, Marlén Castro Pérez, Óscar Guerrero

Fotografía: Sharenii Guzmán

Rosa cumplió 15 años de edad el 18 de julio de 2010, pero su “Quinceañera”, la gran fiesta con vestido de princesa, baile y con banquete para todos sus seres queridos fue programada para el último día del mes, que ese año cayó en sábado. Según las previsiones familiares, las dos semanas que habrían de transcurrir entre el cumpleaños oficial y el día de la celebración apenas serían suficientes para alistar los detalles finales, como la comida, las sillas, las mesas, los adornos, la decoración, y a esa labor estaban abocadas Rosa, su hermana mayor y la mamá de ambas.

Una semana antes del festejo, sin embargo, Rosa fue asesinada en las calles de Ciudad Juárez, Chihuahua, su tierra natal, uno de los más importantes puentes fronterizos entre México y Estados Unidos, lo mismo que base de operaciones de grupos criminales que trafican drogas, armas y gente.

La adolescente fue ejecutada por agentes federales.

“Andábamos con lo de los preparativos de su quinceañera –recuerda la señora Verónica, su mamá– y ellas (Rosa y su hermana Clara) tenían hambre. Por eso fueron a comprar hamburguesas.”

Fue en el trayecto hacia un establecimiento de comida que un convoy de la Policía Federal comenzó a perseguir su vehículo, sin justificación alguna, y luego abrió fuego en su contra. Los agentes sólo argumentaron que se trató de una confusión de su parte. “A mi hija me la mataron los federales –añade Verónica–. Los asesinos que nos trajeron a Juárez.”

Rosa Angélica Marín Hernández, alumna de tercer grado de secundaria, quien soñaba con llegar a la universidad para estudiar medicina, fue sepultada con su vestido de quinceañera puesto.

“La comida que íbamos a dar en la fiesta, se dio en su velorio”, dice su mamá, con amargura.

Basados en fuentes hemerográficas, informes de comisiones de derechos humanos y la consulta directa con testigos y sobrevivientes, en esta investigación pudimos documentar 107 ejecuciones de niños y niñas como Rosa, a lo largo de la guerra contra la delincuencia organizada, iniciada por el gobierno mexicano a finales del año 2006 y continuada hasta el presente, perpetradas por autoridades estatales o federales.

A esa cifra, además, deben sumarse otras 36 personas menores de edad cuya desaparición logró identificarse en esta investigación, presuntamente a manos de esas mismas autoridades y al amparo de la misma política de seguridad.

En total, 143 víctimas infantiles, inocentes o indefensas, que han quedado al paso de la autoridad en 16 años de conflicto armado.

En la gran mayoría de los casos no hay indicios que involucren a estos menores con actividades criminales al momento de su ejecución o desaparición. En algunos casos, la autoridad los ha acusado de ser parte de actos criminales en flagrancia o de ser miembros de grupos delictivos, sin probarlo.

Por ejemplo, a los de Icazo, Veracruz, los desaparecieron a raíz de la acusación ciudadana (sin pruebas), de que eran miembros de una banda de asaltantes, pero eso no se probó, ni siquiera se investigó.

No son, por supuesto, todos los casos acumulados en México de niños y niñas asesinados o desaparecidos por autoridades estatales o federales desde que la guerra inició.

Esos 143 casos son únicamente aquellos que, por diferentes razones, llegaron a ser registrados por la prensa, por organismos civiles dedicados a la defensa de derechos humanos, por investigaciones académicas y, también, por reportes oficiales, tanto nacionales como internacionales, entre los años 2006 y 2022, además por supuesto de las denuncias de los familiares.

Pero la cifra definitiva de niños y niñas víctimas de violencia de Estado es imposible de determinar en el presente, por la falta de investigaciones oficiales al respecto.

Niños, niñas y adolescentes, objetivo en la mira

Tal como revelan las estadísticas oficiales, la población infantil y adolescente en México es, igual que otros sectores sociales como las personas jóvenes, uno de los objetivos en los que se ha centrado la política conocida como “guerra contra el crimen organizado” o “guerra contra el narcotráfico”.

Desde la puesta en marcha de esta estrategia, y al menos hasta el año 2019 (último reporte publicado por la autoridad), en México fueron procesados penalmente 4 mil 592 menores de edad, por delitos del fuero común relacionados con posesión y tráfico de drogas.

Eso representa 7% del total de personas que han sido detenidas, investigadas y llevadas a juicio por este tipo de delitos, según los registros en materia penal de los 32 tribunales de justicia estatales del país.

Esas mismas estadísticas oficiales revelan también que, conforme la estrategia de guerra de las autoridades fue expandiéndose, el número de menores acusados de delitos relacionados con drogas fue aumentando año con año, al menos durante la primera década del conflicto armado, hasta alcanzar en 2015 su punto más alto, con un total de 1,997 menores imputados.

Y aunque después de que ese récord fue alcanzado hubo una disminución en el número de procesados, cada año se continuó formulando imputaciones contra un promedio de 500 niños y niñas, por delitos relacionados con drogas.

Fuente: “Registros administrativos de justicia penal”. Comisión Nacional de Tribunales Superiores de Justicia de los Estados Unidos Mexicanos / Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

De forma paralela, en el fuero federal, otras 2 mil 491 personas menores de edad fueron detenidas y consignadas ante el Ministerio Público, sólo entre 2017 y 2021 (únicos años sobre los que las autoridades han revelado información) y, de hecho, con el inicio del actual gobierno, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, la persecución policíaca federal contra niños y niñas registró un incremento inédito, con 1,321 menores de edad aprehendidos por la Guardia Nacional y consignados al MP por delitos federales, sólo en 2019.

Menores detenidos y consignados al MP por delitos federales

Así, durante la guerra contra el crimen organizado se han registrado oficialmente al menos 7 mil menores procesados por narcotráfico y otros delitos, como tráfico de armas, robo de hidrocarburos y asociación delictiva para cometer secuestros.

Pero, acaso, el que la población menor de edad sea objeto de una persecución oficial cada vez mayor, en el marco de la guerra contra la delincuencia organizada, ¿es reflejo de que la participación de niños y niñas en estructuras criminales va en aumento? ¿O sólo ocurre que los integrantes de este sector poblacional son física, económica y jurídicamente vulnerables, lo que los convierte en objetivos de fácil sometimiento, ideales para robustecer las estadísticas sobre capturas, sobre operaciones especiales y, con ello, los discursos de efectividad en materia de seguridad?

Menores procesados, una simulación

A finales de octubre de 2013, estudiantes de la Universidad Veracruzana convocaron a una conferencia de prensa, para denunciar que un grupo juvenil se dedicaba a asaltar alumnos de la Facultad de Ingeniería, en la ciudad de Veracruz. Los universitarios presumieron haber realizado una investigación propia mediante recursos digitales, con la que identificaron a la “Banda Icazo”, integrada por vecinos de una calle con ese nombre, de la colonia popular Formando Hogar.

En su conferencia, los universitarios incluso presentaron retratos de varios jóvenes que supuestamente eran miembros de ese grupo delictivo, a los que calificaron como “vándalos” contra los que debían actuar las autoridades.

Pero la investigación realizada por los estudiantes de la UV carecía de seriedad y la información divulgada, de veracidad. En realidad, sólo habían consultado la geolocaización de un teléfono robado, que marcó la calle Icazo como último sitio donde el aparato se activó y, para los universitarios, esa resultó prueba contundente de que los asaltantes eran habitantes de esa calle.

Por ello, luego buscaron en Facebook a personas que dijeran vivir en Icazo, de entre las cuales eligieron arbitrariamente a jóvenes que, a su juicio, mostraban alguna “actitud delincuencial” –como posar ante la cámara haciendo señales con las manos, por ejemplo–, y a ellos los presentaron como criminales durante su conferencia.

Debido a la resonancia que en la prensa local obtuvo su denuncia, las autoridades se comprometieron con los universitarios a lograr “la detención de los responsables de ilícitos en contra de los estudiantes, ya que existen denuncias y se cuenta con descripciones de los probables infractores”.

Lo cierto, sin embargo, es que ante la ausencia de una investigación oficial y por no contar con el apoyo previo de las autoridades, los estudiantes de la UV habían incriminado y exhibido a los jóvenes de Icazo, sin contar con evidencia de que realmente fueran responsables de los asaltos en su plantel. Y sin saber, tampoco, el tipo de acciones oficiales en las que, semanas después, degeneraría su denuncia, acciones que en un documento interno de la policía estatal fueron denominadas como Operativo Guadalupe-Reyes.

“A mi hijo se lo llevaron como a las 12:15 de su trabajo, el 11 de diciembre de 2013 –recuerda Perla, mamá de Víctor, un adolescente de Icazo, de 16 años de edad, estudiante de la primaria nocturna y quien, para apoyar la economía familiar, hacía talachas en un taller de cambio de aceite automotriz–. A plena luz del día llegó un convoy de coches, camionetas y patrullas… Llegaron por él y le dijeron que era cómplice de un robo.”

Después, ya con Víctor detenido, el convoy integrado por vehículos de la Secretaría de Marina del gobierno federal, de la policía preventiva estatal y de la policía ministerial veracruzana, avanzó hacia la casa de Yonathan Isaac, de 17 años y también vecino de Icazo.

“Yo me fui a dejar a mi hija a la escuela –narra María, mamá de Yonathan– y cuando yo venía de regreso, volteé y vi que venía un convoy de carros: iba una camioneta blanca adelante, con unas torretitas de luces prendidas; de ahí iba una Suburban negra; de ahí iban dos coches Avenger y a lo último iba una patrulla estatal. De hecho, yo venía casi atrasito de la patrulla. Y vi el convoy y pensé en mi hijo Yonahtan, ‘no vaya a querer salir a andar viendo, de curioso’, y quise adelantarme para que mi hijo no saliera. Y cuando yo me quise adelantar, ya estaba el convoy afuera de mi casa y se acerca un policía y me hace con la pistola así, como tapándome el paso.”

Yonathan fue torturado por los policías dentro de la vivienda, mientras María escuchaba sus lamentos a algunos metros de distancia, sin que le permitieran aproximarse a pesar de sus súplicas. “Él me gritaba, ‘¡mamá, ayúdame!’ y después vi que salieron todos los que entraron a la casa, los policías, los encapuchados, vi que venían sacando a mi hijo, vi que lo traían así, de los pelos, como ahorcándolo, esposado; él volteó y me vio y agachó la cabeza. Y ya, como un animalito, lo agarraron y lo aventaron a la suburban negra.”

Además de los adolescentes Víctor Álvarez Damián y Yonathan Isaac Mendoza Berrospe, los agentes que integraban el convoy oficial detuvieron a otros cinco jóvenes de la zona.

A pesar de los testimonios, las autoridades ni siquiera reconocieron haber privado de la libertad al grupo de habitantes de Icazo.

Solo hubo una declaración del entonces procurador de justicia de Veracruz, Amadeo Flores Espinosa, quien ese mismo día anunció a la prensa que un nuevo un equipo especial de investigación había entrado en funcionamiento, para combatir el robo en la ciudad de Veracruz mediante “diligencias secretas”.

Desde entonces, ninguno de los muchachos detenidos en Icazo volvió a ser visto.

No fueron presentados ante el Ministerio Público ni encarcelados: fueron desaparecidos por los agentes que los privaron de la libertad.

Y mientras las madres de las primeras víctimas de ese grupo especial buscaban en vano a sus hijos adolescentes en agencias ministeriales, cárceles y hospitales, el procurador estatal anunciaba, en tono triunfal: “Estamos trabajando e investigando, hay mucha coordinación con la Policía Naval, con el Ejército, ¡hay muchos avances!”.

El funcionario reproducía, así, un discurso de efectividad basado en supuestas acciones preventivas, en patrullajes ostentosos y operativos especiales, en arrestos, en delincuentes abatidos, que se ha reiterado en todo el país a lo largo del conflicto armado interno. Un discurso tan útil para defender la política de seguridad aplicada en los últimos tres lustros, como para justificar los abusos en los que la autoridad ha incurrido.

No obstante, en el caso de los menores procesados durante la guerra contra el crimen organizado, las estadísticas oficiales comprueban que la eficiencia aducida por las autoridades es sólo una simulación. Un juego de cifras parciales, en el que se anuncian operativos y capturas, pero nunca se aclara que prácticamente todas las personas imputadas quedan libres, tras comprobarse su inocencia.

En el fuero estatal, por ejemplo, aunque el número de menores imputados por delitos relacionados con drogas incrementó explosivamente en los últimos tres lustros, hasta sumar 4 mil 592 personas menores de edad procesadas entre 2006 y 2019, las autoridades demostraron la culpabilidad de los menores acusados sólo en 103 casos.

Eso equivale a 2% de las niñas y niños procesados penalmente en el fuero común. Mientras que el restante 98% resultó inocente.

Por otro lado, de los 1,830 menores consignados al Ministerio Público por delitos federales entre 2019 y 2021 (único periodo reportado de capturas y consiguientes consignaciones ante juzgados penales), la Fiscalía General de la República reportó que sólo se inició un proceso de “justicia para adolescentes” en 25 casos –de los cuales, únicamente cuatro se relacionaban drogas, y en su delito más inocuo, la posesión simple para consumo–. Eso es 1.3% del total de menores detenidos y consignados al MP federal.

Contra el restante 98.7% de los menores detenidos por delitos federales, la Fiscalía General de la República determinó la inexistencia de conductas delictivas.

A ese grupo de menores, perseguidos y criminalizados, es decir, presentados falsamente como delincuentes y, por lo tanto, como sujetos moralmente responsables de la suerte que corrieron, deben sumarse las niñas y niños inocentes o indefensos que no llegaron a ser presentados ante el Ministerio Público o ante un juez para comprobar su inocencia o culpabilidad, sino que fueron asesinados o desaparecidos por las autoridades a cargo de la guerra.

De hecho, de las 143 niños, niñas y adolescente desaparecidos o asesinados presuntamente a manos de autoridades se ha documentado en esta investigación, al menos la mitad fueron criminalizadas para justificar los abusos perpetrados en su contra.

De entre esas personas menores de edad criminalizadas, una de cada tres fue víctima de las autoridades en el estado de Veracruz.

“Cuando desaparecieron a mi hijo –recuerda Perla, la mamá de Víctor–, él estaba retomando su primaria, en una escuela nocturna. Ahí tengo su libreta y ahora en esa libreta le escribo: ‘Te extraño, Víctor’, como si estuviera él cerca… Le pongo: ‘Hijo, algún día nos volveremos a ver’…”

La guerra escondida

El término “guerra contra el crimen organizado” se emplea en México para definir la estrategia gubernamental emprendida en 2006 y continuada hasta la fecha, que se caracteriza por el empleo de las Fuerzas Armadas para encabezar y coordinar la lucha no contra potencias invasoras (para lo que fueron creadas), sino contra problemáticas de seguridad pública específicas, como el narcotráfico y otras formas complejas de delincuencia.

Sin embargo, al cobijo de esa estrategia de seguridad, la fuerza pública no sólo se ha empleado para enfrentar al crimen organizado, sino también para reprimir movimientos sociales, manifestaciones de insatisfacción y desesperación popular e, incluso, expresiones socio-culturales. Y de los efectos de esa faceta represora de la guerra no han quedado exentos los niños y niñas del país.

Es el caso de Erika Jannet Rocha, Alejandro Piedras, Daniel Alán Ascorbe e Isis Gabriela Tapia, los cuatro adolescentes que, junto a cinco jóvenes más y tres funcionarios públicos, fallecieron aplastados y asfixiados en 2008, cuando policías preventivos y agentes ministeriales del gobierno de la Ciudad de México realizaron una razzia en la discoteca New’s Divine, donde estudiantes de secundaria de colonias populares celebraban el fin de cursos con una “tardeada”, es decir, con una reunión para bailar en la que no se vende alcohol.

Las víctimas no habían cometido delitos qué perseguir y sólo fueron escogidas como blanco de la acción policial porque las autoridades consideraron nocivas sus prácticas de esparcimiento y su lugar de reunión. Ninguna autoridad fue sancionada penalmente por estos hechos.

También es el caso de José Luis Alberto Tehuatlie Tamayo, de 13 años, quien al volver de la escuela a su casa fue impactado en la cabeza por un proyectil de gas irritante, disparado por agentes de la policía estatal de Puebla que en julio de 2014 reprimieron una manifestación de habitantes de San Bernardino Chalchihuapan, contra el cierre de las oficinas del Registro Civil en la junta auxiliar de su municipio, lo que los obligaría a realizar largos trayectos carreteros, para resolver trámites cotidianos.

Aunque algunos mandos policiacos fueron sancionados por estos hechos, todos lograron la revocación de la sanción en 2015.

Y es también lo que ocurrió a Edilberto Reyes García, de 12 años de edad, que en julio de 2015 salió de su vivienda junto con su sobrina Yeini, de 6 años, para comprar pañales en la tienda, cuando fue asesinado por elementos del Ejército que, junto con la Policía Estatal, realizaban un operativo para desbloquear un tramo carretero en el que se manifestaban habitantes de la comunidad de Ixtapilla, Michoacán, por el arresto de su dirigente comunitario.

Edilberto murió por un disparo en la cabeza y su sobrina fue lesionada por una esquirla que se incrustó en su cráneo.

“Desde ese tiempo que mataron a mi hijo, yo ya no puedo vivir bien –confiesa la señora Emilia García Cabrera, mamá de Edilberto–. El gobierno lo mató y yo nunca creí que el gobierno eso iba a hacer, nosotros pensábamos que el gobierno deveras nos protegía, nos cuidaba, pero la verdad no, no nos cuida. ¿Por qué? Porque él mismo mató a mi hijo y él era un niño. ¿Él qué delito tenía? Nada. Mi hijo no tenía ningún delito, él era un ‘escuelero’. Yo lo mandé a comprar unos pañales para un nietito que tengo, cuando el Ejercito pasó, fue cuando empezaron a tirar, fueron los primeros balazos que le tocaron a mi niño. ¿Y qué dijo el Ejército? Dijeron ellos, ‘nosotros no tiramos, el que tiró fue la comunidad’, cuando no es así, a mí nadie me va a contar, yo mero vi cuando tiraron los primeros balazos y le tocó a mi hijo. Yo los vi, yo los vi con mis propios ojos.”

Como en los casos anteriores, ninguno de los uniformados implicados fue sometido a la justicia.

La constancia de la ausencia

Para trazar la silueta de los niños y niñas víctimas de la guerra, no basta con esbozar a las y los menores asesinados o desaparecidos. Esa silueta debe ampliar su trazo e incluir, al menos, rasgos de las personas menores de edad que viven la desaparición forzada o la ejecución extrajudicial desde la ausencia de sus seres queridos, así como desde el miedo que queda.

“Mi niña nomás mira a los policías o los soldados y le da miedo –narra Kasandra Treviño–. Mi niña iba a cumplir un añito cuando entraron oficiales de la fiscalía estatal, tumbando puertas. Todo pasó ahí en la casa, nosotros estábamos dormidos, estábamos nomás mi papá, yo y mi niña… era un día por la mañana”. Un día de septiembre de 2019.

Kasandra, entonces de 18 años, y su bebé, fueron las únicas sobrevivientes de la que ahora es recordada como la ‘masacre de Valles’, por las ocho personas que en 2019, ya durante el actual gobierno, fueron asesinadas por policías estatales y elementos del Ejército, en la colonia Valles de Anáhuac, de Nuevo Laredo, Tamaulipas.

Todas las víctimas, incluido el papá de Kasandra, el señor Severiano Treviño –chofer de un camión de reparto de refrescos–, fueron raptadas por policías estatales y militares, luego fueron torturadas y asesinadas. Sus cadáveres fueron disfrazados con uniformes camuflados y a su lado las autoridades colocaron armas y un vehículo con blindaje artesanal, para simular que murieron en un enfrentamiento.

“A mí me estaban pegando –recuerda Kasandra, en cuya vivienda fueron concentradas las víctimas, para su ejecución–, y me decían que tapara a la niña. Lo único que hice fue agarrar a la niña y no soltarla, por miedo a que me la fueran a quitar… anotaron mi nombre y el de la niña, nos tomaron fotos, videos y me dijeron que si yo decía algo, iban a regresar… Y me sacan a mí y a mi niña tapadas con una cobija y me dicen que ya ni busque a mi papá, que no regrese, que no voltee, que me vaya… de hecho, la niña (ahora de cuatro años) aún como que se acuerda, a pesar de que apenas iba a cumplir un año, ve a los policías, a los soldados, y me dice ‘amá, nos van a llevar’.”

Luego de que la prensa evidenció el montaje instrumentado, las autoridades ofrecieron una disculpa pública por los crímenes cometidos en Valles de Anáhuac, aunque no hubo justicia. No hubo imputaciones contra los policías y militares responsables, además de que Kasandra y su hija nunca recibieron reparación del daño ni atención victimológica o, al menos, apoyo psicológico.

Pero incluso en los casos en que esta atención ha llegado a darse, nuevamente, es sólo como parte de un esquema de simulación por parte de las autoridades, tal como ejemplifica el caso de Guadalupe Vicario, habitante de Chilpancingo, Guerrero, quien busca a su esposo y a sus dos hijos adultos, secuestrados por la policía estatal en el año 2013.

Sus hijos menores, entonces de 10 y 12 años, y su nieta de cinco fueron testigos. ¿Qué apoyo han recibido?

“Mi hija tenía 10 años, mi nietecita tenía cinco años y mi hijo tenía 12 años –explica Guadalupe–. Ellos vieron, principalmente mi niña, ellos vieron que fueron los policías, los estatales… yo estaba haciendo tortillas en el comal, cuando pasó una camioneta de la policía. De repente escuché que gritaron ‘hijos de su puta madre, nos los vamos a llevar a todos’. A mí me apuntaron en mi cabeza, nomás escuchaba gritos y gritos y me dijeron ‘si dice algo la vamos a matar’. Y cuando sentí que ya no tenía el arma en la cabeza, me paré y salí corriendo para adentro de mi casa. ¡No había nadie!”

Sin explicar la razón, la policía estatal se llevó consigo al señor Agustín Martínez Vicario, y a sus hijos Agustín y Héctor, de 21 y 19 años, respectivamente, dedicados a la recolección de leña, para la venta. Nunca fueron localizados.

A su hijo de 12 años, Guadalupe lo halló escondido debajo de una cama, y a su hija y nieta bajo los asientos de la camioneta en la que la familia transportaba la leña.

“A ellos nomás una vez los vio el psicólogo, y nomás a mi hija, porque a mi niño no lo ha visto nadie”, narra Guadalupe.

“Y luego de eso, mis niños, con el miedo, no querían ni que yo me fuera a trabajar, pero somos de escasos recursos, yo vendo tortilla para mantenerme y mi esposo juntaba leña para vender, y después de eso yo les decía ‘mis hijitos, se encierran y no le abran a nadie’, porque los tenía que dejar para trabajar. Y cuando regresaba los encontraba debajo de la cama y me decían ‘mamá, hubo una balacera’, porque vivimos en un lugar con mucha violencia… Hasta la fecha les sigue afectando, ellos no salen a la calle, ellos tienen miedo. Ellos nada más oyen algo, que ven alguna camioneta despacio, les da miedo. Les da miedo porque ellos sienten que otra vez van a venir… y mi niña todavía dice, pues, que a veces sueña que se van a meter y que se los van a llevar”.

A pesar de que han transcurrido 16 años de conflicto armado, en México no existe un registro de huérfanos, dependientes económicos y víctimas indirectas de la violencia, ni siquiera en los casos en que el responsable ha sido el Estado mexicano. Sólo un rastro de miedo queda y también un rastro de rencor. Ambos, imposibles de dimensionar en el presente, aunque previsiblemente las consecuencias de esta orfandad derivada de la guerra habrá de expresarse en el futuro.

“Mis hijos se acuerdan hasta la fecha de su tío Panchito –dice Susana, con tristeza, al platicar de su hermano Francisco Robles Villa, un albañil de 37 años que en 2017 fue asesinado frente a sus sobrinos pequeños en Morelia, Michoacán, por policías estatales–. Ellos lloran y preguntan por qué, por qué tuvieron que matar a su tío. Y yo tengo que explicarles que fue porque Dios necesitaba a alguien más con él…”

Siguiendo el mismo patrón que el resto de las autoridades del país, los policías que mataron al “tío Panchito” dijeron que él les había disparado antes, aunque se probó que era una mentira. Primero con un video captado por vecinos y luego mediante exámenes forenses, se comprobó que la víctima no estaba armada y que no había realizado disparos, pero aun con estas evidencias, ningún policía fue imputado por su asesinato.

Ahí donde debía haber justicia, lamenta Susana, quedó un hueco de impunidad, que se ha ido llenando de odio. Cuando todo ocurrió, recuerda, “mi hijo pequeño apenas hablaba y él decía que cuando fuera grande iba a matar a los pistoleros que mataron a su tío Panchito… Es una situación muy dura –concluye–, porque la sangre nunca te deja de doler”.

 

Guerra con ‘g’ de género: al menos 222 mujeres han sido asesinadas y desaparecidas en México por fuerzas de seguridad

Texto: Margena de la O, Rocío Gallegos, Blanca Carmona, Gabriela Minjares, Marlén Castro Pérez, Carlos Arrieta, Charbell Lucio, Carlos López, Miguel León, Óscar Guerrero

Ilustración: Margarita Sousa

30 de agosto del 2023

 

F. es una mujer joven que, en mayo de 2019, encontró una billetera tirada en la calle, afuera de un casino en el estado de Michoacán.

Ante el hallazgo, ella cuenta que su primer impulso fue buscar alguna identificación del propietario, para contactarlo y devolvérsela. Y sí, la cartera contenía dos identificaciones en las que aparecía el mismo hombre retratado, aunque con nombres distintos, lo que a la joven le pareció extraño.

Por eso abandonó la idea de regresar la billetera personalmente y, en cambio, se aproximó al policía que cuidaba el acceso al casino, para pedirle que la entregara a su dueño en caso de que la requiriera.

Devolver ese artículo de uso personal fue un acto de buena fe, de honestidad, pero un día después, cuando el dueño de la cartera tocó a la puerta de su vivienda, F. comenzó su largo arrepentimiento.

Ver a ese hombre desconocido fuera de su casa, cuenta F., “me alarmó, ya que desconozco cómo conoció mi domicilio… él me dijo: ‘Soy la persona a la que le dejaste la cartera, ¿te puedo invitar a salir, para agradecerte?’. Y yo le dije ‘no, gracias, no me interesa conocerlo’… entonces esa persona dijo que le gustaba mi camioneta y que iba a ser de él, mi camioneta estaba estacionada afuera de mi casa y se acercó al cristal del copiloto, le dio un golpe con algo y lo quebró. Luego se fue.”

A partir de entonces, F. sufrió el acoso de esa persona, a la que describe como un hombre obeso, bajo de estatura, con bigote y cabello muy corto, que comenzó a acudir reiteradamente a su vivienda para dejarle notas escritas en trozos de papel. Sin saber la joven cómo, esa persona también obtuvo su teléfono para hostigarla con mensajes de texto y llamadas, en una de las cuales, recuerda ella, “me dijo que a él nadie lo rechazaba, que tenía mucho dinero, que cómo una puta vieja como yo lo iba a rechazar”.

F. decidió entonces presentar una denuncia ante la Fiscalía de Michoacán. Pero así como salió de las oficinas de dicho organismo, la joven recibió una nueva llamada de su agresor, quien le advirtió que ya estaba enterado de lo que acababa de hacer.

La joven comenzó entonces a sospechar que su acosador gozaba de un trato especial por parte de las autoridades de seguridad de Michoacán, que le proporcionaban información confidencial que él usaba para hostigarla. “Cambié de teléfono una y otra vez –recuerda–. Y teléfono que yo registraba en Fiscalía, para que pudieran contactarme, era teléfono que esa persona conseguía… se lo daban ahí.”

Esa complicidad entre las autoridades y su acosador la confirmó meses después, en agosto de 2020, cuando un grupo de policías estatales la abordó mientras abría la puerta de su casa.

Tras ponerle una navaja en el cuello, esos policías le advirtieron que estaban ahí por encargo de la persona a la que ella había denunciado y que su instrucción era matarla. Luego, la introdujeron a golpes a su propia vivienda. 

“Me dañaron –narra F.– me hicieron mucho daño físicamente y psicológicamente… son cosas muy difíciles de contar para mí… me quebraron tres costillas, me dejaron coágulos en el cerebro (por los golpes)… me violaron”.

F. fue abandonada inconsciente dentro de su vivienda, luego de que los policías agresores la creyeran sin vida. Pero no: aunque con secuelas graves, ella sobrevivió al intento de feminicidio y hoy está lejos de su ciudad natal, puesto que, aun cuando denunció los hechos, los policías agresores siguen en el cargo y el hombre que la hostigaba, que los mandó a matarla, nunca fue investigado.

Sin que sea una cifra definitiva, sino sólo una muestra de un universo no determinado de casos, a través de una búsqueda documental y hemerográfica, durante esta investigación fue posible identificar 222 mujeres que fueron víctimas de asesinatos y desapariciones en México, desde el año 2006 y hasta 2022, a manos de policías estatales, agentes federales, soldados y marinos, es decir, integrantes de las corporaciones que, al cobijo de la estrategia conocida como “guerra contra el crimen organizado”, ejercen sus funciones con amplia discrecionalidad. Tan amplia, que en ella caben actos criminales.

De esas 222 víctimas, nueve lograron sobrevivir, F. es una de ellas.

En el resto de los casos identificados, la violencia ejercida por la autoridad terminó en la muerte de las víctimas, en su desaparición e, incluso, en el extraño y cruel limbo que se abre entre ambos tipos de crímenes.

El abanico de violencia

Los casos identificados como parte de esta investigación evidencian que la violencia de las autoridades en contra de mujeres, en el marco de la guerra contra el crimen organizado, se ejerce como una demostración de poder y dominio sobre los cuerpos de las víctimas, así como sobre los territorios cuyo control reclaman los integrantes de las fuerzas públicas y, de esa forma, sobre las vidas de sus habitantes. 

Los 222 asesinatos, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones de mujeres identificados en esta investigación ocurrieron en el marco de operaciones para prevenir la acción de grupos delictivos, lo mismo que en contextos de complicidad con dichos grupos. 

Además, el permiso tácito del Estado para que estas formas de violencia de género se practiquen, también traslada su ejercicio a otros ámbitos de la vida de los integrantes de corporaciones oficiales de seguridad, como sus casas, sus barrios y sus comunidades, es decir, a la vida de otras personas que terminan siendo víctimas del abuso de poder de los agentes agresores, fuera de acciones institucionales.

Ejecuciones y desapariciones de mujeres a manos de organismos de seguridad estatales y federales 2006-2022 *
Tipo de crimen Supuestos actos preventivos Complicidad con la delincuencia Represión Abuso de poder Supuesta imprudencia de la víctima No identificado
Asesinato/Ejecución 66 39 7 51 4 4
Asesinato/Ejecución (tentativa) 5 2   2    
Desaparición 16 15   1   2
Desaparición (temporal) 8 1        
Total 95 57 7 54 4 6
*Muestra obtenida a partir de registros identificados en fuentes públicas, no es el total de casos

 

En noviembre de 2020, por ejemplo, Susana Cerón Zenteno, de 33 años de edad y empleada administrativa de la Secretaría de Seguridad Pública de Puebla, fue raptada presuntamente por su pareja sentimental, el policía estatal Efrén Hernández Romero, al que meses antes había conocido en la misma corporación.

“Llegaron a la casa –narra su mamá, la señora Susana Zenteno–, entonces él empezó a pelear con ella, ella se metió a la casa, dejó su celular y este hombre entra, lo agarra, y ella le dice ‘dame mi celular’. Y este hombre se baja las escaleras y ella lo alcanza, pero él ya estaba en su camioneta. Entonces no le quiso dar el celular, ella abrió la puerta de la camioneta y él la jaló, cerró y se arrancó. Desde ese momento ya no supimos nada. Nada ya.”

Aunque el rapto fue denunciado, las autoridades de Puebla no emprendieron ninguna acción para localizar a Susana, ni siquiera por ser empleada de la policía estatal, ni tampoco al agente que la privó de la libertad. “No la buscaron –recuerda su madre, con frustración–. No hicieron nada, la verdad.”

Doce días después, el cadáver de la joven madre fue encontrado en un lote baldío, con signos de tortura. Según los estudios forenses, su agresor la mantuvo con vida durante al menos ocho días y luego la asesinó, por lo que una búsqueda expedita de las autoridades hubiera tenido altas posibilidades de rescatarla con vida. Pero no fue así.

“Ella era una muchacha muy alegre, nunca fue una persona problemática –recuerda su mamá, quien quedó a cargo de las tres hijas de Susana–. Ella era una buena mamá también, ¿por qué no voy a decirlo? Siempre fue una buena madre. Trabajaba siempre para sus hijas. Cuando pasó lo que pasó, la más niña tenía 5 años, la otra tenía 9 y la otra niña tenía 11… Ella era el sostén de la casa.”

En enero de 2021, dos meses después del feminicidio, el presunto agresor fue detenido en Chiapas, con papeles de identidad falsos con los que pretendía salir del país. Sin embargo, el cadáver de su víctima no fue suficiente prueba de su crimen y durante los siguientes dos años el agresor sólo enfrentó cargos por desaparición. 

No fue sino hasta marzo de 2023, más de dos años después del asesinato de Susana, que el Ministerio Público logró que el delito de feminicidio fuera también incluido en el juicio que hasta la fecha se sigue contra ese policía.

Tal como informaron las fiscalías de justicia de todo el país, en respuesta a solicitudes de transparencia formuladas como parte de esta investigación, desde 2006 han sido procesados penalmente 51 agentes de fuerzas estatales o federales por los delitos de feminicidio y homicidio doloso de mujeres.

Sin embargo, los registros administrativos en materia penal que difunden los tribunales de justicia de todo el país, a través del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, revelan que las fiscalías sólo reunieron evidencias suficientes para iniciar juicios penales contra tres uniformados, por feminicidios cometidos entre 2006 y 2019 (último año reportado). Contra el resto no se fincaron cargos ante ningún tribunal.

De esos tres agentes contra los que sí se inició juicio, ninguno de ellos había recibido sentencia, hasta la última actualización que las autoridades realizaron a dichos datos.

Silenciadas

A Eva Alarcón se la llevaron en 2011, cuando tenía 43 años de edad. Fueron policías de la Fiscalía de Justicia de Guerrero, que operaban en contubernio con el crimen organizado, y lo hicieron en represalia por la lucha que ella libraba en defensa de los bosques de la sierra de Petatlán, valiosos para los grupos de poder que dominan dicho estado por su madera, por la posibilidad de sembrar enervantes en las tierras taladas y por servir como ruta segura para el trasiego de drogas y armas.

Los policías se la llevaron junto con su compañero de lucha Marcial Bautista, con el que viajaba en un autobús de pasajeros hacia la Ciudad de México, donde ambos sostendrían una reunión con legisladores federales para analizar, entre otros temas, el incremento de las extorsiones del crimen organizado contra pobladores de la sierra.

El caso de Eva muestra la forma en que la violencia es empleada para interferir y controlar la vida de comunidades enteras.

“Mamá estudió hasta tercero de secundaria –recuerda Coral Rojas Alarcón, su hija–. Ella decía que (durante) todo su crecimiento tuvo hambre, no tenía para comer, había mucha pobreza y le costó mucho salir adelante. Pero desde muy pequeña fue muy lista: aprendió a hablar inglés perfectamente, era muy buena con los números y con los negocios y a los 15 años fue gerente de Hotel Cristal en Ixtapa-Zihuatanejo, tenía una inteligencia muy amplia, leía demasiado y en otros idiomas… Era una mujer muy libre y muy controvertida, siempre andaba haciendo revoluciones por todos lados.”

Desde que fueron privados de la libertad, ambos están desaparecidos. Y si se sabe lo ocurrido, de hecho, es gracias a la inteligencia de Eva, ya que antes de que los policías la obligaran a bajar del autobús, ella logró esconder su teléfono celular y hacer señas a otra pasajera para que lo recuperara.

Momentos después, esa señora usó el teléfono para comunicarse con Coral y avisarle de lo ocurrido, lo que permitió rápidamente identificar testigos de los hechos y, después, ubicar y detener al grupo de policías ministeriales, municipales y miembros del crimen organizado que cometieron el crimen.

Hasta la fecha, sin embargo, ninguno de los procesados ha querido revelar el paradero de Eva y Maciel. Dicen que los mataron, pero la prueba definitiva de ello, sus cuerpos, no han sido localizados.

“En Guerrero es común que participe gente del Estado en este tipo de crímenes, pero es muy difícil comprobarlo –advierte Coral–. Pero conmigo, pues, fue diferente porque tengo detenidos que comprueban que el Estado participó (en la desaparición de Eva y Marcial). Es un gran paso, es un gran avance haberlo logrado, haber comprobado que la misma policía estuvo involucrada, pero ¿de qué te sirve tener tanta gente detenida si a tu familiar no lo has encontrado? El objetivo es encontrar a tu familiar y si no lo encuentras es que no es bueno lo que tú has hecho, tu búsqueda no tiene final.”

Sin ser una enumeración total, sino sólo una muestra ejemplificativa, en esta investigación se identificaron siete casos de asesinato y desaparición de mujeres, en represalia por su participación en movimientos políticos o en protestas civiles.

En 2020, por ejemplo, elementos de la Guardia Nacional dispararon contra el vehículo en el que viajaban Jéssica Silva Zamarripa y su esposo Jaime Torres Esquivel, ambos agricultores, tras participar en una manifestación en la presa La Boquilla, en Delicias, Chihuahua, de la que autoridades federales pretendían tomar agua, para pagar cuotas a las que México está obligado, por el Tratado de Aguas Internacionales establecido con Estados Unidos en 1944.

Tras la manifestación, en la que hubo jaloneos entre campesinos y uniformados, ambos bandos se retiraron de la presa, aunque usando la misma carretera, por lo que, en un momento en que la caravana de la Guardia Nacional interceptó a la de manifestantes, los agentes abrieron fuego.

“La verdad yo no sentí los disparos –recuerda Jaime–, yo no sentí nada, yo cuando menos pensé, ya estaba ‘disparado’. No oí disparos, uno me pegó aquí atrás del oído y me imagino que ese fue el que me dejó aturdido, ni lo sentí… pero sí estaba consciente. Luego Jéssica me habló, ella, porque me dispararon primero a mí, y me dijo que me habían disparado, pero de ahí en más ya no la volví a ver, fue cuando le dispararon a ella.”

Jéssica, de 34 años, murió de forma instantánea por un disparo que le entró por la nuca y se alojó en su tórax.

Inicialmente, la Guardia Nacional afirmó que sus elementos “repelieron una agresión” y seis elementos de la corporación fueron procesados, pero sólo a uno se le fincaron cargos por homicidio. Hasta la fecha, permanece sin sentencia.

El limbo

Susana Tapia Garibo fue secuestrada en 2016, cuando tenía 16 años de edad. La adolescente había salido junto con otros cuatro amigos varones, para festejar el cumpleaños de uno de ellos y, luego de la celebración, se detuvieron a desayunar en un puesto de la carretera. Ahí fueron interceptados y secuestrados por elementos de la policía estatal de Veracruz.

“Había terminado la secundaria y ella decía que quería estudiar para ser veterinaria –recuerda su mamá, Carmen Garibo–. Después dijo que no, que iba a ser una ingeniera petroquímica, pero que ella iba a estudiar.”

El video de una cámara de seguridad muestra el momento en que una patrulla de la policía estatal alcanzó a los jóvenes. Y, luego, otra cámara los captó ya detenidos, a bordo de la patrulla, mientras detrás de ellos va un policía conduciendo el auto en el que las víctimas se transportaban.

“Desde esa fecha ya no los hemos visto –dice la señora Carmen– y pues la verdad ha sido un tiempo muy difícil, muy feo para nosotros porque pues, día a día, es estar con este dolor… Es algo que, así pasen los años, a mí nunca va a dejar de dolerme: recordar a mi hija.”

Para eludir los cuestionamientos que este rapto generó dentro y fuera de Veracruz, luego de que la prensa difundió los videos que probaban la responsabilidad de la policía, las autoridades estatales primero fingieron la localización sin vida de las víctimas, aunque estudios forenses demostraron que los restos presentados inicialmente por las autoridades no eran de origen humano, sino de animales.

Después, al quedar evidenciada esta fabricación, las autoridades de Veracruz decidieron revelar el lugar donde Susana y sus amigos, supuestamente, fueron ejecutados: un rancho en el que estaban enterrados cientos de fragmentos óseos, de un número indefinido de personas asesinadas por miembros del crimen organizado y por policías cómplices.

La realidad, sin embargo, es que ahí sólo se localizó una mancha de sangre y un hueso, que correspondían a dos de los jóvenes secuestrados. Pero de Susana y sus otros dos amigos no se han identificado restos que comprueben su fallecimiento, hasta la fecha.

A pesar de ello, con la presentación de esa fosa clandestina, los gobiernos estatal y federal dieron por localizadas sin vida a las cinco víctimas y concluyeron sus investigaciones.

Así, para la autoridad, Susana no está desaparecida sino muerta. Pero para su mamá, ella no está muerta, sino desaparecida.

Susana es y no es ambas cosas, al mismo tiempo.

“Nosotros –señala la señora Carmen– no obtuvimos nada. Pero las autoridades dijeron ‘pues ya, el caso se tiene que cerrar’ y, pues, ¿qué hace uno?… Nosotros hubiéramos querido que hasta la fecha anduvieran buscando a los muchachos… Ha sido muy difícil, sólo con el hecho de estarlo hablando, es algo que duele.”

De los 222 asesinatos y ejecuciones de mujeres, atribuidos a agentes estatales y federales durante el tiempo que ha durado la guerra contra el crimen organizado (e identificados en esta investigación), al menos 57 casos fueron perpetrados por dichas autoridades, en mancuerna con el crimen organizado.

Eso quiere decir que uno de cada cuatro casos de asesinato o desaparición de mujeres a manos de autoridades fueron cometidos en un contexto de complicidad con grupos criminales. 

En contraste, en el caso de los hombres víctimas de este mismo tipo de hechos, esa proporción es mucho menor: sólo uno de cada diez fue atacado por autoridades en complicidad con grupos delictivos.

Eso, lamentablemente, significa que cuando las autoridades se coaligan con organizaciones criminales para atacar a la ciudadanía, la probabilidad de sufrir esta violencia es 150% mayor para las mujeres, que para los hombres.

Más de 200 mujeres en México han sido víctimas de fuerzas de seguridad. Ilustración: Margarita Sousa @yue.ms

 

 

Registros oficiales reconocen 426 víctimas  desaparecidas por policías o militares

Texto: Carlos Arrieta, Charbell Lucio, Carlos López, Marlén Castro, Beatriz García, Margena de la O, Jesús Guerrero, Óscar Guerrero, Franyeli García, Rocío Gallegos, Blanca Carmona, Gabriela Minjares

Ilustración: Margarita Sousa

30 de agosto del 2023

 

En México, oficialmente se reconoce la existencia de 354 víctimas a las que «se le(s) privó de la libertad por una corporación policiaca o militar», entre los años 2006 y 2023, tal como se desprende del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), de la Secretaría de Gobernación federal.

 

A esa cifra deben sumarse al menos otras 72 víctimas del mismo periodo que también se incluyen en dicho registro oficial, pero que no están catalogadas como víctimas de agentes oficiales, a pesar de que sus familiares sí responsabilizaron de los hechos a autoridades estatales o federales de seguridad.

 

Así, en total, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas del gobierno federal incluye 426 casos acumulados durante el periodo de la guerra contra el crimen organizado, en los que la autoridad o sus familias señalan a «una corporación policiaca o militar» como autora de los hechos.

 

El fenómeno de la desaparición forzada en México ha sido denunciado al menos desde la década de los 60 del siglo pasado, pero ésta es la primera vez que puede conocerse un listado de víctimas atribuidas a cuerpos de seguridad pública y seguridad nacional, elaborado por las mismas autoridades mexicanas.

 

Durante el periodo de la guerra contra el crimen organizado, este listado incluye 391 víctimas del sexo masculino y 35 del femenino.

 

De esos casos, 96 se dieron durante el gobierno de Felipe Calderón; otros 176 se registraron en el periodo de Felipe Peña Nieto; y en lo que va de la administración encabezada por el presidente Andrés Manuel López Obrador suman 154 casos.

 

Estas, sin embargo, no son todas las desapariciones forzadas en los que se presume o se ha comprobado la participación de cuerpos de seguridad pública o seguridad nacional, sino sólo los casos reconocidos por la autoridad en su Registro Nacional. Las cifras de este registro son, por lo tanto, inferiores a la realidad, sobre todo tomando en cuenta que las fiscalías de justicia del país no dan seguimiento a las denuncias, ni actualizan su información.

 

La cifra total de desapariciones forzadas ocurridas en el país es desconocida.

 

Tan sólo una búsqueda en registros hemerográficos, documentales, académicos y de organismos dedicados a la defensa de los derechos humanos tanto públicos como independientes, realizada como parte de esta investigación, permitió identificar otros 353 casos de desaparición forzada presuntamente perpetrados por fuerzas estatales y federales durante la guerra contra el crimen organizado, que no están contemplados en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas.

 

Es el caso, por ejemplo, de los abogados Guillermo Alejandro Ortiz Ruiz y Vianey Heredia Hernández, cuyos nombre no están en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, a pesar de que en 2010 fueron raptados en el municipio de Apatzingán, Michoacán, y desde entonces se ignora su paradero.

 

«Hay evidencias de que fueron elementos del Ejército mexicano –explica la señora Mercedes Guadalupe Ruiz, mamá de Guillermo–. Ya que la actividad del teléfono de mi hijo muestra las llamadas emitidas desde la zona militar de Apatzingán.»

 

Los abogados Guillermo y Vianey, dedicados a la gestión de trámites mineros, desaparecieron el 29 de noviembre de 2010, cuando se dirigían desde Apatzingán, Michoacán, hacia la ciudad de Acámbaro, en Guanajuato, para entrevistarse con clientes que querían reclamar la titularidad de una mina.

 

Según los registros de geolocalización del teléfono de Guillermo (de los que se posee una copia), seis días después de la desaparición, el 5 de diciembre, el aparato fue encendido en el municipio de Tumbiscatío, para cruzarse mensajes de voz con otro teléfono ubicado en las inmediaciones del 30 Batallón de Infantería del Ejército Mexicano, con sede en Apatzingán, Michoacán.

 

Luego, el 11 de diciembre, el teléfono de Guillermo se activó nuevamente para emitir un mensaje de voz, estando ahora alrededor del mismo cuartel.

 

El caso de estos abogados, además, es una muestra del tipo de irregularidades con las que se construye la impunidad en torno a los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado.

 

Aunque la desaparición fue denunciada un día después de los hechos, el Ministerio Público de Michoacán se tomó dos meses para iniciar una averiguación previa, a la que la familia de las víctimas sólo tuvo acceso hasta el año 2012, dos años después de los hechos, momento en el que descubrieron que la autoridad sólo investigaba el robo de la camioneta en la que Guillermo y Vianey se transportaban, pero a ellos no los reconocían como víctimas de desaparición y, por lo tanto, no se había realizado ninguna diligencia para su localización.

 

El Ministerio Público tampoco investigó por qué el teléfono de Guillermo se activó en las cercanías del 30 Batallón de Infantería de Apatzingán y, finalmente, en 2021, se informó a la familia de las víctimas que no había elementos de investigación y que el expediente sería archivado.

 

En el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas tampoco se contempla el caso de Lenin Vladimir Castañón Rodríguez, un taxista de 41 años que en julio de 2019 fue raptado por policías estatales.

 

«Un día antes se habían llevado a dos taxistas y con él ya fueron tres –recuerda Olga, su esposa–. Todos los taxistas se alertaron y empezaron a correr la voz. Todo el mundo dijo que se lo habían llevado del mercado (municipal de Chilpancingo, capital de Guerrero), pero nadie me dijo nunca quién lo hizo, sólo hubo una persona que me dijo que se paró una camioneta de la Unidad de Fuerzas Especiales (de la policía estatal), una camioneta medio vieja, en la que venía el chofer y dos mujeres, ésos se le cerraron, los policías fueron los que se lo llevaron, fueron ellos.»

 

En este Registro Nacional, un ejemplo más, sí se contempla la desaparición de Carlos Guzmán Zúñiga, ocurrida el 15 de diciembre de 2008 en el estado de Chihuahua, pero no la de su hermano José Luis, a pesar de que ambos fueron raptados de su vivienda en el mismo momento.

 

Los hermanos Carlos y José Luis, de 28 y 29 años, no habían cometido ningún delito y, tal como testificaron sus vecinos, su privación de la libertad fue resultado prácticamente del azar, del destino que los puso en el camino del Ejército y de la Policía Federal.

 

“Estaban ellos en su casa –narra Rosa Zúñiga, tía de ambos muchachos– y estaba Carlos, ese viene siendo el más chico, parado afuera de su casa. Y andaban los soldados y Policía Municipal y federales, andaban que revisando casas… Llegaron con los vecinos y luego ya se pasaron a la casa de mi hermana y subieron nada más a mi sobrino Carlos, y luego sale mi sobrino José Luis a mirar qué es lo que está pasando, porque escuchó ruidos, sale y se asoma y también lo suben a la patrulla de los soldados. Los subieron a los dos…”

 

El Ejército negó haber detenido a los hermanos Guzmán Zúñiga a través de un documento formal, emitido por la Dirección General de Derechos Humanos de la Secretaría de la Defensa Nacional, según el cual “personal militar no participó en la detención y desaparición de los hoy agraviados”.

 

Pero, además del Ejército, otra de las corporaciones involucradas, la Policía Federal, también intentó desvincularse de la privación de la libertad de los hermanos Guzmán, y para ello presentó como prueba el parte policiaco elaborado el día de los hechos.

 

En este documento, la Policía Federal reconoce que ambos hermanos fueron detenidos y “trasladados a las instalaciones del Regimiento de Caballería Motorizada (del Ejército)» en Ciudad Juárez.

 

Desde que los hermanos Guzmán Zúñiga fueron ingresados a ese cuartel, nunca más fueron vistos con vida.

 

Base abierta

Además de las víctimas a las que «se le(s) privó de la libertad por una corporación policiaca o militar» durante el periodo de la guerra contra el crimen organizado, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas también incluye en esta categoría otros 298 casos ocurridos entre 1965 y 2005, así como 84 casos en los que no se especifica la fecha de los hechos.

 

En total, bajo la categoría específica de víctimas desaparecidas «por una corporación policiaca o militar», el Registro Nacional suma 652 registros, de los años 60 del siglo pasado a la fecha.

 

La base de datos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizados es pública desde el 24 de agosto de 2023, en la página oficial de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas (https://comisionacionaldebusqueda.gob.mx/transparencia/)

 

La lista de víctimas de desaparición perpetradas “por una corporación policiaca o militar”, y de víctimas no catalogadas en esa categoría a pesar de que sus familias atribuyen el crimen a corporaciones de seguridad pública o seguridad nacional, puede descargarse aquí (https://docs.google.com/file/d/1ia8bGcR27

TEkMb_cy8yDAGt1jymUMrtF/edit?usp=docslist_api&filetype=msexcel)

 

Permiso para matar: más de 1,500 víctimas asesinadas o desaparecidas por fuerzas de seguridad en tres sexenios

La investigación «Permiso para matar» busca documentar un grupo específico de crímenes de guerra: aquellos que presuntamente fueron cometidos por fuerzas de seguridad, federales o estatales contra víctimas inocentes o indefensas, pero nunca llegaron a un ministerio público. Son las víctimas de desaparición forzada y ejecución extrajudicial.


Texto: Daniel Moreno / Animal Político

Ilustración: Jesús Santamaría y Andrea Paredes 

28 de agosto del 2023

 

Nunca sabremos cuántas personas han muerto realmente por “culpa” de la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Y nunca sabremos por qué murieron o quién las mató, porque más del 90 por ciento de homicidios quedan impunes.

Hablamos de todos los muertos, de los que oficialmente “se mataron entre ellos”, de los que “chocaron” con fuerzas de seguridad de cualquier nivel siendo supuestos integrantes del crimen organizado, de los que cayeron por el fuego cruzado y que se describe en informes oficiales como “víctimas colaterales”, de cientos de integrantes de fuerzas de seguridad, víctimas de algún ataque y, por supuesto, de las personas inocentes, indefensas, cuya vida fue truncada por policías, soldados o marinos con el pretexto del cumplimiento del deber, sobre las que trata esta investigación.

Claro que hay números oficiales que registran los asesinatos cometidos cada año y podemos decir que, desde 2006, se han reportado más de 370 mil homicidios dolosos y feminicidios.

Pero no hay forma de calibrar la precisión de los números oficiales, de saber cuáles de estas muertes deben contarse como resultado del conflicto armado.

Además, las víctimas registradas oficialmente por el Inegi no incluyen, para poner un ejemplo, 111 mil personas desaparecidas, un número incluso que las propias autoridades consideran que solo ofrece una idea aproximada del tamaño del problema, porque tampoco hay posibilidades de tener una cifra exacta.

Esos conteos, por supuesto, tampoco incluyen a las víctimas que yacen en cientos o miles de fosas clandestinas que permanecen ocultas a lo largo del territorio, a la espera de algún grupo de madres buscadoras, esas que recorren kilómetros cada día buscando a sus hijos e hijas.

¿Cómo confirmar hechos y cifras cuando un boletín oficial informa vagamente que hubo un enfrentamiento en el que murieron “cinco o diez presuntos delincuentes”, por ejemplo? ¿Qué hacer cuando el gobierno dice que un grupo delictivo “se llevó a sus muertos”? ¿Cuántos no fueron reportados por la propia autoridad? ¿De cuántos no habrán de encontrarse huellas?

¿Cuántas personas sin vínculo con la violencia han muerto o desaparecido a manos de la autoridad, pero no fueron reportadas?

Y si no sabemos con precisión cuántos, se alejan las posibilidades de saber por qué o quién lo hizo, porque hay que insistir y ser más precisos: 24 de cada 25 asesinatos intencionales quedan impunes.

¿Cuántos murieron sin empuñar un arma, sin retar a la autoridad? ¿Quién puede ir más allá de lo que informan los escuetos boletines de la Defensa Nacional o de la Guardia Nacional? ¿Los fallecidos sí eran del crimen organizado? ¿De veras le dispararon a la policía?

¿Quién investiga las causas reales de un asesinato? ¿Quién busca al homicida? ¿Quién certifica que sí “encontraron el cuerpo en un terreno” o verifica que efectivamente las autoridades sólo “repelieron una agresión”?

Oficialmente, no hay gobierno que reconozca abusos de las fuerzas de seguridad, así que tampoco podemos saber cuántas personas fueron víctimas de violaciones a sus derechos humanos como la ejecución extrajudicial o la desaparición forzada. Y cuando por una u otra razón quedan en evidencia los abusos, las autoridades solo los atribuyen a “manzanas podridas”, que excepcionalmente se filtran en sus filas, pero nunca se reconoce la existencia de un sistema pensado para permitir la impunidad de estas fuerzas, de sus mandos y de quienes diseñan las estrategias y marcan el rumbo de la “guerra”.

Hay datos para demostrar que todas estas preguntas son válidas, que se debe dudar de las cifras oficiales y, sobre todo, de una narrativa ofrecida por la autoridad que principalmente permite su actuar en impunidad.

Otro ejemplo. Los últimos tres gobiernos -que han estado encabezados por cada uno de los tres principales partidos de México- tiene casos en los que se documentó que primero fue reportado un “enfrentamiento entre delincuentes y autoridades”, pero investigaciones periodísticas, de organizaciones de la sociedad civil o denuncias de familiares dejaron al descubierto que los hechos no habían ocurrido como se reportaron, que ni siquiera los números de víctimas cuadran o descubierto que, en realidad, se trató de crímenes cometidos por las fuerzas públicas.

Ahí están Monterrey, Tanhuato, Tlatlaya, Nuevo Laredo…

***

La investigación que presentamos busca documentar un grupo específico de crímenes de guerra: aquellos que presuntamente fueron cometidos por fuerzas de seguridad, federales o estatales contra víctimas inocentes o indefensas, víctimas que fueron “detenidas” por estas mismas fuerzas, pero nunca llegaron a un ministerio público. Son las víctimas de desaparición forzada y ejecución extrajudicial.

Más específico: hombres y mujeres sin vínculos con el crimen organizado, sobre los que no pesaba ninguna sospecha y que no eran parte de ninguna investigación.

Este trabajo prueba que cualquier persona en México puede ser víctima del abuso de poder y las violaciones de derechos humanos que sostienen la política de seguridad del Estado.

Aquí hay más de mil 500 víctimas, con nombre y apellido. Víctimas de autoridades, de policías, soldados, guardias nacionales o marinos, no de la guerra contra el crimen. Aunque hablemos de un universo de 371 mil asesinatos en tres sexenios, mil 500 no son pocas porque en realidad son sólo una muestra, en la que se puede presumir que murieron o desaparecieron, impunemente, a manos de entidades gubernamentales. Triplemente grave.

Personas que salían de la escuela, estaban en casa, compraban algo en una tienda, jugaban futbol, transitaban por una carretera, comían en un restaurante… O que salían de la biblioteca de su escuela, el Tec de Monterrey, como les ocurrió a Jorge Antonio Mercado Alonso y a Javier Francisco Arredondo Verdugo, asesinados por el Ejército el 19 de marzo de 2010. Un caso muy conocido, y que aun así permanece impune.

Las fuerzas de seguridad, en estos mismos casos y según la versión oficial, simplemente “se equivocaron” o lo que hicieron solo fue un “acto de indisciplina” o “los culpan, pero seguro son inocentes” o…

En el caso de Jorge y Javier, como en cientos más, la autoridad buscó sembrarles pruebas a las víctimas para eludir su responsabilidad y si fueron “descubiertos” se debe únicamente a la insistencia de una familia o a la investigación de periodistas o al trabajo de organizaciones de la sociedad civil. Nunca a gobernante alguno.

La suma de casos, las coincidencias en el modus operandi y la impunidad dejan en claro que no solo son un número inaceptable, también que son algo más que errores o casos aislados.

Revelan que las fuerzas del orden saben que no habrá consecuencias. Que lo hacen porque se puede. Que actúan a sabiendas de que tienen licencia a priori y un manto de complicidades a posteriori para disponer de la vida de cualquier persona. Que en México se cometen crímenes de lesa humanidad.

Éste es un listado inédito de víctimas que demandan justicia, que exigen una explicación: ¿por qué, si solo salió unos minutos a un mandado? ¿Y por qué el gobierno encubre a sus criminales?

La investigación se basa en fuentes hemerográficas, testimonios, investigaciones académicas, recomendaciones de todas las comisiones de derechos humanos y, particularmente, en las propias denuncias que han recabado decenas de colectivos de familiares.

La metodología para esta búsqueda inicia con el universo digital de Google y un buscador diseñado por Óscar Elton y Mónica Meltis, de Data Cívica, que permitió seleccionar decenas de miles de notas periodísticas o boletines que incluían información sobre asesinatos y detenciones en los que presuntamente había policías estatales o federales, militares en activo, marinos destacamentados en unidades dedicadas a la seguridad o elementos de la Guardia Nacional.

Utilizando palabras clave, se generó un primer listado con más de 60 mil coincidencias. Se revisaron una por una para seleccionar los casos que podían encuadrar en dos categorías seleccionadas: ejecuciones extrajudiciales o desapariciones forzadas perpetradas por presuntas fuerzas federales o estatales, pero que además hay elementos para probar que no estaban participando en hechos delictivos y que ni siquiera tenían órdenes de aprehensión ni una orden de juez para su arresto, o bien que estaban indefensos.

Además, se revisaron todas las recomendaciones de las 32 comisiones estatales de Derechos Humanos y la Nacional.

Se acudió a algunas organizaciones de familiares de desaparecidos para conocer sus casos.

Se revisaron expedientes de los pocos casos que se abren al público y al periodismo.

Se hicieron entrevistas con 191 familiares directos de las víctimas.

Profundizamos también en la vida de 191 víctimas de ejecución y desaparición, en las que grabamos entrevistas con familiares que narran sus pesadillas y nos actualizan sobre el estado de la investigación.

Policías de distintas corporaciones, fiscalías, Guardia Nacional, Ejército y Marina. Decidimos no incluir a policías municipales, que también son parte del enfrentamiento armado, pues el número a identificar se podría multiplicar por 10, y esta investigación no contaba con tal alcance. Nos queda pendiente registrar, bajo la misma metodología, la colusión de las policías municipales con el crimen organizado, la mera ineficiencia o el poder que da un arma y que permite a los policías de estas corporaciones matar, sin que pase nada.

***

La investigación a profundidad de estos 135 casos fue posible por el trabajo que hicieron periodistas de todo el país, que participaron por meses en esta investigación.

Participaron La Verdad de Juárez (Chihuahua), el Noroeste (Sinaloa), Amapola Periodismo (Guerrero), Lado B (Puebla), Elefante Blanco (Tamaulipas).

Y los periodistas Carlos Arrieta, Charbell Lucio y Carlos López (Michoacán), Miguel León (Veracruz) y el propio Paris Martínez (CDMX).

Todos y todas, coautores de este trabajo, que se nutre sobre todo de las propias indagatorias que hacen los familiares de las víctimas. Sin ellas ni siquiera podríamos saber lo poco que sabemos sobre la impunidad oficial cuando en México las autoridades matan personas inocentes, las ejecutan y las desaparecen.

Permiso para matar documenta casos de desaparición forzada y ejecución extrajudicial de fuerzas de seguridad | Ilustración: Jesús Santamaría / @re.zndz y Andrea Paredes / @driu.paredes

 

Salir de la versión móvil