Texto: Paris Martínez / Permiso para Matar
lustración: Jesús Santamaría / @re.zndz y Andrea Paredes / @driu.paredes
Yolanda Adriana Ramírez Soto, de 22 años, fue asesinada en diciembre de 2012 en el estado de Chihuahua. Cinco elementos de la Policía Federal dispararon contra la camioneta que conducía su novio, en la que ambos paseaban con sus hijas: los disparos le destrozaron la mano cuando ella la extrajo por la ventanilla para pedirles que cesaran el fuego, para advertirles que había dos niñas en el vehículo, y luego dos balas la lesionaron en el cráneo.
Aunque se comprobó que los agentes sembraron armamento y droga en la camioneta para justificar su ataque, el novio de Yolanda fue sentenciado a siete años de cárcel por portación de arma prohibida, mientras que los cinco policías responsables del asesinato de la joven y de la manipulación de evidencias quedaron libres de todo cargo penal, por “falta de elementos”.
Los policías federales estaban ahí, vigilando las calles, como parte de la estrategia conocida como ‘guerra contra el crimen organizado’, lanzada seis años antes por el entonces presidente de México, Felipe Calderón y continuada por su sucesores.
«Para mí –dice Dolores, la mamá de Yolanda– el gobierno federal es el responsable (de su muerte), porque es el que manda esas instituciones aquí. Nos destruyó la vida a todos, a ella, a mí y a mi esposo, a mis hijos y a mi niña (la hija de Yolanda, de 3 años al momento del ataque). Pero a mí me hace sufrir más la situación de mi niña, porque soy una persona adulta, ya no tengo la manera de sacarla adelante; a veces tengo que andar trabajando todo el día, viendo las necesidades y viendo la falta que le hace su mamá, porque no la puedo sustituir, y eso gracias a la ley: siempre eduqué a mis hijos a no pasar por encima de la ley y ¿para qué? Para que me hicieran esto”.
Lejos de ahí, en el otro costado del país, en el estado de Michoacán, Alfredo Barrios Blanco sobrevivía y llevaba un poco de dinero a su madre pizcando limón. Él es un joven campesino sin tierra, que ahora tendría 25 años de edad, y que solía ir de pueblo en pueblo, de plantación en plantación, como jornalero, es decir, laborando en ranchos por un salario diario.
De uno de estos plantíos de limón se lo llevaron por la fuerza los soldados de la Guardia Nacional un día de enero de 2020, ya durante el gobierno del actual presidente del país, Andrés Manuel López Obrador, en el que la guerra continúa.
Desde ese día, Alfredo está desaparecido y sólo Eufrosina, su mamá, lo busca.
En ausencia de la autoridad, fue ella quien recorrió el pueblo de donde se llevaron a su hijo, La Peña, y en soledad fue ella quien localizó dos grupos de testigos: primero, a jornaleros que presenciaron cómo Alfredo fue privado de la libertad por los soldados; luego, habló con quienes vieron el momento en que los soldados entregaron a su hijo, en otro punto del poblado, a integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación, el grupo criminal que controla la zona, quienes se lo llevaron con rumbo desconocido, en la batea de una camioneta pick up.
«Mis carnes no son estas –dice Eufrosina, cuando han pasado más de tres años desde que busca a Alfredo–. Aunque me mire por fuera así (viva), por dentro mi corazón está marchito… Odio al gobierno”.
Entre los años 2006 y 2022, es decir, desde que las autoridades nacionales declararon el inicio de la guerra contra el crimen organizado, en México se han podido documentar al menos mil 524 casos de desaparición forzada, asesinato y ejecución extrajudicial, cometidos directamente por presuntos cuerpos de seguridad federales y estatales en contra de personas inocentes o indefensas.
Personas como Yolanda y Alfredo, sobre quienes no pesaba ninguna sospecha, que no tenían armas ni se enfrentaron a la autoridad, sin órdenes de aprehensión en su contra. Personas que sólo habían salido por algo de comer, jugaban futbol, fueron a la tienda o simplemente paseaban.
Por supuesto, esos mil 524 casos documentados no representan la totalidad de las víctimas que ha dejado el actuar ilegal de autoridades durante esta guerra, ni tampoco todos los abusos oficiales cometidos en el país en el marco del conflicto armado interno. Son únicamente aquellos casos que pudieron ser identificados por la presente investigación, con base en los registros de comisiones de derechos humanos, organismos públicos de procuración y administración de la justicia, organismos civiles, investigaciones periodísticas y por denuncias públicas de sus propias familias.
Es decir, son sólo una fracción del total. Pero incluso así, tratándose sólo de una muestra de casos, esas mil 524 desapariciones forzadas, asesinatos y ejecuciones extrajudiciales equivalen a una víctima de las autoridades cada seis días, a lo largo de 16 años.
Cada caso es una historia diferente. Pero vistos en conjunto narran la historia de una forma de violencia que en México se volvió cotidiana con la guerra: la violencia sistemática de Estado, aquella que el poder público ejerce no sólo de forma reiterada, sino principalmente de forma premeditada, es decir, planificada, contra integrantes o grupos de la sociedad.
Estos crímenes han sido cometidos por soldados, marinos, guardias nacionales, policías federales, así como policías preventivos estatales y agentes ministeriales del fuero común y del federal. Es decir, por los integrantes de las instituciones encargadas de instrumentar la estrategia de combate al crimen organizado, durante los gobiernos encabezados por Felipe Calderón (postulado por el Partido Acción Nacional), Enrique Peña Nieto (postulado por el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Verde) y Andrés Manuel López Obrador (postulado por el partido Movimiento Regeneración Nacional, el Partido Verde, el Partido del Trabajo y el Partido Encuentro Social).
Es decir, se trata de crímenes cometidos durante la aplicación de una política pública de seguridad basada en la confrontación armada, refrendada por cada grupo político que ha conquistado el poder, de 2006 a la fecha, en contra de personas –hay que insistir– que no empuñaron un arma y que no estaban involucrados en alguna actividad ilícita. Casos, todos, que nos recuerdan que cualquiera puede ser víctima de unas fuerzas de seguridad que actúan impunes.
Una estrategia que, como han denunciado diversas organizaciones, viola la Constitución al poner a las Fuerzas Armadas como vigilantes del comportamiento de la población civil, tal como concluyó la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y que en el tiempo que lleva en marcha ha cuadruplicado el número de muertes violentas en el país.
Las mil 524 historias en las que se basa la presente investigación periodística dan cuenta de que los crímenes perpetrados por las fuerzas del Estado, de un lado, y la violencia homicida generalizada del otro lado, son dos fenómenos que avanzan de la mano en México, ya que durante el tiempo que ha durado el conflicto armado interno, ambos indicadores de violencia incrementan en las mismas regiones y en los mismos periodos de tiempo.
Tabla: Presuntos asesinatos
Tabla: Ejecuciones y desapariciones atribuidas a autoridades federales y estatales
Crímenes de guerra y de lesa humanidad
Los crímenes recabados en esta investigación se perpetraron principalmente al amparo de operaciones o políticas de seguridad pública para abatir la incidencia delictiva, pero también ocurrieron durante operativos para reprimir protestas sociales, así como en actos delictivos cometidos por agentes del Estado, de forma autónoma o en complicidad con la delincuencia organizada.
Además, estos actos de violencia fueron instrumentados contra regiones e integrantes de grupos específicos de la población civil, elegidos bajo criterios de edad, sexo, condición socioeconómica, características físicas o por alguna condición de vulnerabilidad fija o transitoria.
Las víctimas son, por ejemplo, personas jóvenes, personas que se encontraban solas o en grupos numéricamente inferiores ante los agentes oficiales, habitantes de ciertas localidades, manifestantes, integrantes de sectores económicamente marginados o de sectores estigmatizados (como personas con adicciones, sin ocupación o que portan tatuajes en el cuerpo), e incluso contra personas que mostraron comportamientos que para la autoridad fueron indebidos, aunque no representaran delito alguno, tales como no detener la marcha del auto, vestir cierta ropa o actuar con reservas, nerviosismo o miedo en presencia de uniformados.
Personas que salieron a comprar comida, a trabajar, a la escuela, a atender necesidades básicas, a divertirse.
En todos los casos identificados, las víctimas eran personas inocentes, es decir que no estaban relacionadas con hechos delictivos ni representaban amenaza alguna para la autoridad; y además, estaban indefensas, por lo que tampoco eran un riesgo para las autoridades, incluso si tenían algún vínculo con hechos delictivos.
Es decir, se trata de actos de violencia de Estado que, al estar enmarcados en una confrontación armada, están prohibidos por las leyes internacionales de la guerra, establecidas en los Convenios de Ginebra, ya que éstas no sólo aplican para conflictos entre países sino también para todo tipo de confrontación armada “que surja en el territorio” de los Estados firmantes. México suscribió estos tratados en el año 1952.
Estas normas internacionales, que rigen el comportamiento de los Estados firmantes durante confrontaciones armadas, prohíben que las fuerzas oficiales incurran en “atentados contra la vida y la integridad corporal, especialmente el homicidio en todas sus formas”, “la toma de rehenes”, así como “las ejecuciones sin previo juicio ante un tribunal legítimamente constituido, con garantías judiciales”.
También establecen que, en el marco de conflictos armados, todas las personas, pero particularmente los civiles, “serán, en todas las circunstancias, tratadas con humanidad, sin distinción alguna de índole desfavorable, basada en la raza, el color, la religión o la creencia, el sexo, el nacimiento o la fortuna, o cualquier otro criterio análogo”.
Además, los hechos de violencia en los que se basa esta investigación se inscriben en la definición de “crímenes de lesa humanidad” recogida en el Estatuto de Roma, que da forma a la Corte Penal Internacional (ratificado por México en el año 2000), al tratarse de asesinatos y desapariciones forzadas cometidas por integrantes de fuerzas gubernamentales “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil”, para lo cual es requisito que exista “una línea de conducta que implique la comisión múltiple de los actos mencionados contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado o de una organización”.
Y eso es lo que está pasando en México.
Prácticas sistemáticas
La mayor cantidad de asesinatos, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas atribuidas a autoridades federales y estatales mexicanas, que lograron ser identificados a través de esta investigación, se concentró en el estado de Veracruz, con 20% de los casos; seguido de Tamaulipas (15%); Guerrero (10%); Michoacán (8%) y Chihuahua (6%).
Sin embargo, los datos recabados dan cuenta de que prácticamente en todo el territorio nacional se han registrado de forma reiterada este tipo de crímenes, a lo largo de los 16 años que ha durado el conflicto armado interno.
Durante el gobierno de Felipe Calderón, esta investigación identificó 444 asesinatos, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas atribuidas a fuerzas estatales y federales (sin que esto represente que son la totalidad de los casos ocurridos), perpetrados en 26 de las 32 entidades del país.
Luego, en el gobierno de Peña Nieto, esta investigación logró identificar al menos 713 crímenes de lesa humanidad documentados en 29 entidades del país.
Finalmente, durante los primeros cuatro años de gobierno del actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, se han documentado al menos 308 crímenes de Estado, en 29 entidades.
La acumulación de todos estos casos durante tres gobiernos diferentes y a lo largo de toda la geografía mexicana es una muestra de que el asesinato, la ejecución extrajudicial y la desaparición forzada son formas de violencia de Estado que se han ejercido de forma generalizada en contra de la población civil, en el marco de la política de seguridad vigente hasta el día de hoy.
Pero el comportamiento de la autoridad también demuestra patrones constantes que evidencian una actuación sistemática, es decir, una forma predefinida y reiterada de responder ante cierto tipo de personas y situaciones fuera del marco legal, en el contexto de la guerra.
Sólo entre 2020 y 2021, por ejemplo, la Fiscalía General de la República reporta haber capturado a 23 mil 248 personas, supuestamente involucradas en operaciones del crimen organizado. Sin embargo, los registros oficiales de la misma FGR reconocen que contra ninguna de esas personas se logró ejercer la acción penal. (FUENTE: Censo Nacional de Procuración de Justicia Federal, FGR-INEGI)
Es decir que el 100% de la gente acusada por las autoridades de pertenecer al crimen organizado, en el periodo 2020-2021, fue acusada sin sustento. Contra esas personas no existían evidencias para fincarles cargos penales ante un juez federal; no obstante, fueron privadas de la libertad por las autoridades, presentadas como supuestos delincuentes y su captura fue incluida en la narrativa oficial de los éxitos de la guerra.
De los mil 524 casos identificados en esta investigación, una tercera parte de las víctimas fue falsamente presentada por las autoridades como personas con actividades o antecedentes delictivos, o bien, como responsables de su fallecimiento o desaparición, dada su forma de vida o un comportamiento imprudente. Así, la criminalización es otro comportamiento sistemático por parte de las autoridades.
Por último, las historias y los datos recabados, dan muestra de que estas formas de violencia de Estado, más que toleradas, son auspiciadas por los organismos que, por ley, son responsables de hacer justicia ante este tipo de crímenes.
A través de consultas de Transparencia, las 32 fiscalías de justicia del país reportaron haber iniciado investigaciones penales contra 241 funcionarios federales y estatales, por asesinatos, ejecuciones y desapariciones cometidos durante el periodo de la guerra, aunque los tribunales de justicia estatales informaron que sólo contra 87 se emitió sentencia condenatoria. Las autoridades no pudieron aclarar el número de víctimas de dichos funcionarios públicos.
Durante esta investigación, cabe destacar, no se logró identificar ninguna sentencia emitida contra altos mandos de corporaciones federales o estatales, por delitos de homicidio, ejecución extrajudicial o desaparición forzada cometidos entre 2006 y 2022, sino sólo contra elementos de tropa o mandos menores.
Es decir que quienes diseñaron y dirigieron la estrategia de guerra aplicada en México, que incluye los crímenes de lesa humanidad como uno de sus componentes, gozan de cabal impunidad.
A la luz de esta información, la consigna “Fue el Estado”, con la que distintos sectores de la población han señalado la responsabilidad de los grupos en el poder durante manifestaciones contra la guerra a lo largo de estos 16 años, pierde su sentido metafórico y se vuelve totalmente literal, exacta. Porque sí, el responsable de los hechos aquí señalados es el Estado mexicano, que ha extendido a sus agentes un permiso tácito para matar y para desaparecer personas.