La herencia de Rosario

Texto: José Reveles / A dónde van los desaparecidos

Fotografía:

17 de abril de 2022

 

Rosario Ibarra se las ingeniaba para ingresar a la prisión del Campo Militar Número Uno y hacer sonar con suficiente volumen un audiocasete con las canciones preferidas de su hijo Jesús, a quien la fuerza pública aprehendió y mantuvo en prisión clandestina desde abril de 1975, con la esperanza que las escuchara y supiera que lo andaba buscando.

Rosario Ibarra se convirtió en la sombra incómoda del presidente Luis Echeverría, a quien se le apareció en 37 ocasiones en actos públicos para exigirle la presentación con vida de su hijo Jesús Piedra Ibarra, integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre quien, como otros cientos de jóvenes mexicanos, optó por la lucha armada para derrocar a los regímenes autoritarios de la era priísta.

Rosario Ibarra buscó hasta encontrar a Miguel Nassar Haro cuando era el titular de la Dirección Federal de Seguridad y de la Brigada Blanca, órganos represores del gobierno, cuyos elementos tenían permiso para capturar en cualquier circunstancia, nunca presentar ante un Ministerio Público, encerrar en cárceles clandestinas, torturar, matar o desaparecer a los disidentes, fueran armados o luchadores civiles. Nassar gozó con hacerle a ella y a su hija Claudia un cruel espectáculo: desparramó sobre su escritorio fotografías de jóvenes guerrilleros abatidos y con los cuerpos acribillados y sangrantes para que vieran si entre ese cúmulo de víctimas del autoritarismo extremo aparecía Jesús. Él sabía que no lo hallarían, pero quería que vieran a esos muertos.

 

 

Rosario Ibarra se ganó la simpatía por su causa justa en la búsqueda de cientos de detenidos-desaparecidos de manera forzada en México y obtuvo la confianza de miembros del Estado Mayor Presidencial que le informaban de la agenda diaria del presidente Echeverría. Ella también haría llegar el clamor por el destino de los jóvenes desaparecidos a los siguientes cuatro presidentes por lo menos. Un alto mando le entregó decenas de páginas con la transcripción de las intervenciones telefónicas que hacía el gobierno de José López Portillo a empresarios, dirigentes de partidos de oposición, periodistas, activistas sociales cuando, en vez de enviar el espionaje diario a la trituradora, como le ordenó el mandatario, se los confió a la Doña y ella me entregó las hojas para publicar esa evidencia persecutoria en Proceso en 1977.

Rosario Ibarra exhibió en Naciones Unidas, en Amnistía Internacional y en otras instancias foráneas los testimonios sobre desaparecidos vistos con vida en el Campo Militar Número Uno y otros centros de reclusión. Su lucha logró que vivieran otra vez en libertad por lo menos 157 ex desaparecidos, arrancó de prisión a más de dos mil presos políticos, mientras otros tantos dejaron de ser perseguidos y retornaran a México más de 50 exiliados. Todo ello propiciado durante una huelga de hambre en la catedral metropolitana en tiempos de López Portillo.

Rosario Ibarra acompañó a las luchas zapatistas, recibió la bandera nacional de manos del subcomandante Marcos en agosto de 1994, viajó junto a enviados del EZLN por varios países y recabó fondos para ese ejército de armas en reposo y sus municipios autónomos.

 

 

Rosario Ibarra con su lucha incansable propició cambios en el país. Sin su concurso viviríamos en circunstancias más deplorables de violencia, de marginación y desigualdad. Recuerdo que el obispo Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, le aconsejaba apaciguarse y llevar sus reclamos justos con serenidad, pero su carácter nunca podría amoldarse a ese tono. Ella es auténtica subida en hombros de los trabajadores alzando la mano izquierda frente al balcón de Palacio Nacional; ella es genuina en su ayuno hasta arrancar la amnistía lópezportillista. Por ello su intransigencia activa, su luchar sin odio, su rechazo a cualquier doblez moral, su reivindicación de las luchas de cientos de mexicanos que buscaban cambiar el rostro de este país nos animan a seguir la huella que deja su memoria y nos dejan una tarea: honrar el sentido de dignidad que sembró en este mundo.

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