Florencia Tejedor: la sanadora de Apango

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Este es el cuarto texto de la serie Sanadoras: la mujer, la salud y lo divino preparado por Amapola, periodismo transgresor para dar cuenta del papel fundamental de las mujeres en las funciones de cuidado a la comunidad


Texto: Marlén Castro

Fotos: Marina Romero

Lunes 11 de marzo del 2024

Apango/Mártir de Cuilapan

 

–¡Erick ya vente!

¡Erick escucha: ¡Ya vámonos!

¡Qué te vengas conmigo, Erick!

Ambrosia Carlos, una sanadora o curandera nahua de San Juan Totolcintla, municipio de Apango, gritaba enérgica, con tono de regaño a Erick, pero Erick no estaba ahí; iban con ella la mamá y el papá de Erick, todos caminaban sobre la orilla del río Balsas, sobre piedras enormes y puntiagudas.

Erick, de cuatro años, estaba tirado en su cama, con una temperatura de 39 grados, porque en la mañana por donde ahora caminaban su abuela Ambrosia, su mamá y su papá, fue arrastrado varios metros por una burrita.

Lo que hacía Ambrosia Carlos era levantar la sombra de Erick para que regresara al cuerpo del niño y la temperatura alta, producto del susto, cediera.

Ahora Erick es un adolescente de 16 años. No teme a las bestias de carga y tampoco a darse un paseo en ellas. Parece que el ritual para agarrar su sombra fue efectivo.

“Me volvería a subir, no le tengo miedo”, contesta con aplomo.

Todos viven en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, un municipio de la subregión conocida como Montaña baja, en donde un 47 por ciento de los 5,000 habitantes hablan náhuatl.

En Apango bien podría levantarse una clínica de especialidades de medicina mesoamericana, hay sanadoras y sanadores para el extenso catálogo de males que la ciencia occidental desconoce.

Desde entonces, la madre de Erick, aunque es de la región de Tierra Caliente, donde la gente no se cura de espanto ni cree que la sombra se salga del cuerpo, cuando Erick o Iris, su otra hija, se enferman, los lleva con alguna sanadora, la que tenga más cerca.

En estos momentos, una de las sanadoras a las que acude para que curen a su hija o hijo de empacho, de mal de ojo, de malos aires o para que levanten su sombra es Florencia Tejedor Méndez, de 81 años, de los cuales 36 los ha dedicado a la curandería.

La sanadora Florencia Tejedor

“No, yo no sano, quien sana es Dios a través de mis manos”, contesta Florencia, conocida en Apango como Doña Flor.

Esta mañana, doña Flor tiene mucho trabajo. Va a curar de malos aires -equivale a malas vibras- a tres mujeres de la comunidad de El Potrero, municipio de Tixtla. Entre Apango y El Potrero no hay mucha distancia en línea recta, pero la carretera que une El Potrero-Tixtla-Apango zigzaguea alrededor de las montañas y eso alarga el trayecto, probablemente, al doble.

La sanadora Florencia Tejedor atiende pacientes con diversas enfermedades en su consultorio en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, en la Montaña baja. Fotos: Marina Romero

Son las 11, la consulta apenas empieza. Las mujeres salieron de El Potrero a las ocho y para regresar deberán pagar un taxi especial, porque la pasajera de transporte colectivo de regreso sale a las 12. El taxi les cobrará alrededor de 800 pesos.

En El Potrero, donde también se habla náhuatl, ya no tienen curanderas ni curanderos, cuentan las mujeres. Acuden a Apango para curarse.

De acuerdo con la ritualidad para sanar de estos males, doña Flor tiene que dar tres limpias durante tres días. No pueden viajar domingo, lunes y martes. Las tres limpias tienen que ser el mismo día. Doña Flor tiene mucho trabajo. La limpia consiste en rezar mientras pasa por todo el cuerpo un ramo de albahacar y ruda, al que salpica con la loción conocida como Siete machos. En el último paso frota un huevo, el que se supone, recogerá el mal. Entre limpia y limpia, la sanadora reza un rosario, es en el que pide a Dios que sane a las personas que acuden ante ella.

“Dios tú trajiste a estas personas ante mí, ahora ayúdame para que sanen”, pide Florencia Tejedor sentada frente a su altar, con los ojos cerrados.

Sus manos son un instrumento de Dios para sanar a la gente, reitera doña Flor cuando termina de curar a sus pacientes de este domingo.

La sanadora Florencia Tejedor atiende pacientes con diversas enfermedades en su consultorio en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, en la Montaña baja. Fotos: Marina Romero

Ante ella acude gente de varias comunidades de la Montaña baja. Doña Flor cura, principalmente, de malos aires y de espanto.

Como Ambrosia, la abuela de Erik, doña Flor levanta la sombra de las personas cuando tienen un susto. Se cree que la sombra sale del cuerpo de una persona cuando algo la espanta. La sombra se queda en el lugar del susto, casi siempre, se trata de un accidente o una mala noticia recibida.

Cuando la sombra abandona el cuerpo, la persona asustada empieza a sufrir de cansancio extremo, quiere estar siempre dormida, tiene dolores de cabeza intensos y le duele el cuerpo.

La sanadora tiene que hacer un ritual en el lugar en el que la persona se asustó. Para levantar la sombra, la sanadora grita el nombre de la persona. Prende velas alrededor del sitio y ofrece una comida a los aires viejos y aires jóvenes que se apropiaron de la sombra de la persona. A los aires les habla con amabilidad “¡Ya suéltenlo, ya déjenlo que se venga con nosotros!”, les implora y al dueño de la sombra le grita, para que escuchen y la siga.

“Cuando la persona enferma se va a curar las velas no se juegan, permanecen encendidas, cuando no se va a aliviar las velas se apagan”, asegura doña Flor.

La sanadora Florencia Tejedor atiende pacientes con diversas enfermedades en su consultorio en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, en la Montaña baja. Fotos: Marina Romero

En sus 35 años de sanadora, doña Flor ya aprendió a identificar a las personas que aunque acuden con ella, llegan incrédulas, entonces les dice: “No, no se va a curar, porque ella viene sin fe”. Les dice que mejor se vayan.

Doña Flor aprendió la sanación de su abuela, pero empezó a curar ya muy grande. Cuando comenzó, cuenta, tuvo mucho sufrimiento porque su esposo, Lucio Guevara, no la dejaba. Empezó a hacerlo cuando él se fue a trabajar a Sonora.

Cuando regresó, ya encontró a su mujer curando los males de la gente de Apango.

“Vete de aquí cochina, agarras a la gente que quién sabe de qué esté mala”, cuenta doña Flor que le decía don Lucio, quien se alejaba de ella con muecas en el rostro.

Un tío convenció a Lucio que curar a la gente no era malo y tampoco para ellos era malo, porque doña Flor comenzó a tener ingresos y con ellos a mejorar la vida de ambos.

A doña Flor se le murieron 11 de los 14 hijos que tuvo. Después de perder uno tras otro retomó las enseñanzas de la abuela. A doña Flor ya no se le murió ninguna hija más. De siete hombres y siete mujeres que tuvo, sólo tres mujeres sobrevivieron. Ninguna abrazó la sanación.

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