La ausencia del Estado en La Montaña guerrerense va desde el abandono en materia de salud, educación, seguridad y empleo hasta la desaparición de programas sociales específicos para la población trabajadora agrícola. En comunidades donde las personas no tienen nada, mucho menos cuentan con terrenos suficientes para cumplir los requisitos del programa Sembrando Vida.
Texto y fotografía: Marcela Nochebuena / Animal Político
Ilustración: Andrea Paredes
Rodeada enteramente de cerros, la cabecera municipal de Tlapa de Comonfort, al oriente de Guerrero, parece el último destino de la región montañosa de la entidad, pero no lo es. Es apenas el centro y punto de partida para la migración a otros estados de quienes habitan sus 19 municipios. Aquí quien no trabaja en el campo ya lo hizo antes o lo hará en el futuro. En los últimos 50 años, tres o cuatro generaciones de jóvenes han estado destinadas al trabajo agrícola.
Para los pueblos de la montaña, no existe un antes glorioso de atención gubernamental o de desarrollo, nunca lo ha habido. Todo antes es trágico, porque la historia de las comunidades aledañas a Tlapa se ha escrito con dolor: les han despojado, dividido, engañado, asesinado, masacrado, expulsado de sus tierras y explotado. Así resume Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, el abandono de esas poblaciones del sureste desde hace décadas.
De esa manera ocurrió el retiro del Estado, cuyas instituciones nunca terminaron de llegar a los habitantes de Tlapa. La ausencia sigue vigente: desde la atención a la salud hasta la educación, la seguridad y el acceso al empleo. Por épocas, han existido programas sociales dirigidos a pequeños productores y algunos subsidios que funcionaron, como uno de Conasupo de almacenes para el manejo y la compra de maíz. Hoy han dejado de existir.
En Tlapa, el porcentaje de personas de 15 años y más analfabetas es de 83.4% —con un crecimiento gradual desde el 2000, cuando era de 69.8%—, según estadísticas del Inegi. El promedio de escolaridad es de secundaria inconclusa (8.2 años). El 64% de la población de más de tres años no asiste a la escuela, frente a 36% que sí.
La migración de los habitantes de la región a otros estados comenzó a volverse sistemática en la década de los 70, cuando se evidenció la insuficiencia de las condiciones de las comunidades. En México, las personas que trabajan en el campo sobreviven al margen de todo, incluso de las estadísticas oficiales, pero estimaciones del Inegi señalan que alrededor de 2.5 millones laboran como empleadas en centros de producción agrícola.
Sin embargo, el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas (PAJA), que contemplaba apoyos directos y acciones sociales para el desarrollo de esta población, y que había disminuido en 84% sus beneficiarios entre 2008 y 2016 a pesar de haber recibido 91% más de presupuesto en ese periodo, hoy ya no existe. En 2015, alcanzaba a 103 mil 140 personas.
Destinado específicamente a reclutar, seleccionar y enviar población migrante internacional a Canadá, sobrevive el Programa de Trabajadores Agrícolas Temporales (PTAT), que en los últimos seis años, según datos de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS), ha beneficiado anualmente a 24 mil 800 personas en promedio. De ellas, solo 3% son mujeres. Las variaciones por año son mínimas; mientras el registro no crece, la migración sí.
Si antes se limitaba a la temporada más alta, entre septiembre y mayo, hoy es permanente, según lo documentado por Tlachinollan. Aunado a ello, las remesas recibidas en Tlapa, uno de los municipios guerrerenses con más envíos de dinero por parte de migrantes internacionales a sus familias, pasaron de más de 49 millones de dólares en el cuarto trimestre de 2019 a 106 millones de dólares en el mismo periodo de 2022, un incremento del 116%, de acuerdo con datos del Banco de México.
Para el campo mexicano, a partir de la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador el apoyo se enfocó en el programa Sembrando Vida, que según el gobierno federal tiene la finalidad de generar autoempleo e incentivar a las y los trabajadores del campo a convertirse en productores. A cargo de la Secretaría de Bienestar, desde 2018 presumió el objetivo de revertir el abandono al sector por parte de gobiernos anteriores.
Según sus reglas de operación, las personas trabajadoras agrícolas deben cumplir con habitar en municipios catalogados como de medio a muy alto grado de rezago social, por debajo de la línea de pobreza por ingresos rural, pero al mismo tiempo tienen que acreditar la propiedad o posesión individual de 2.5 hectáreas —25 mil metros cuadrados— para trabajar en proyectos agroforestales que no se ubiquen a más de 20 kilómetros de su domicilio. A ello añaden más de cinco características específicas del terreno. Todo para obtener 6 mil pesos mensuales.
Si en La Montaña guerrerense no hay acceso a servicios o empleo, mucho menos a terrenos suficientes para cumplir con esos requisitos. Por ejemplo, en Calpanapa, municipio de Cochoapa el Grande, uno de los más pobres de México, al que se llega solo por caminos de terracería, hay cerca de 50 personas inscritas en el programa, mientras entre 70% y 80% de sus 336 habitantes sigue migrando a otros estados, temporal o definitivamente, para poder trabajar en el campo, según lo refirieron autoridades comunitarias.
En su evaluación más reciente, correspondiente a los recursos ejercidos en 2021, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) consignó que Sembrando Vida otorgó apoyos económicos a un total de 481 mil 205 personas en 20 estados, 30.7% de ellas mujeres. Sin embargo, de los 968 municipios donde se distribuyeron, 456 no correspondían a localidades marginadas. Por otro lado, no hubo mecanismos de control, en general, para probar documentalmente que los beneficiarios del programa cumplían los criterios y requisitos de elegibilidad.
Para 2023, Sembrando Vida tiene una meta de 455 mil 749 beneficiarios en más de 25 mil localidades de 23 estados. Las reglas de operación establecen que al menos 20% deben ser mujeres. Tomando en cuenta la estimación del Inegi, la población beneficiada por el programa representaría apenas 19% del total de personas dedicadas al trabajo agrícola en México. En contraste, entre quienes no tienen propiedad y no les queda más que trabajar para un empleador, solamente del 3% al 7% cuenta con contrato escrito.
“Queda el programa de fertilizante (Fertilizantes para el Bienestar), pero es un programa para asegurar clientela política, y obviamente también en el cambio al uso de agroquímicos es cuando llega el fertilizante, y es utilizado primero y después los demás; entonces, la gente se vuelve dependiente de todos los insumos químicos de fuera. Tanto ya no recibe apoyos como le llegan las nuevas tecnologías y las nuevas prácticas agrícolas, que los vuelven dependientes, y viene la privatización. Todo eso hizo que la gente prefiriera salir”, explica Barrera.
“Primero los pobres”: negativas y ausencias en el último sexenio
Abel Barrera recuerda que, desde el principio de esta administración, Tlachinollan intentó y logró reunirse con Ariadna Montiel, entonces subsecretaria de Bienestar, “con esa ilusión de que obviamente tienen una perspectiva en favor de los pobres, como lo ha dicho AMLO”. Le explicaron el trabajo del centro y le externaron su preocupación por la población jornalera en La Montaña, para plantear la posibilidad de que se implementara un programa específico.
En la reunión, supieron que la administración no tenía intención de implementar programas sociales sectoriales, sino únicamente universales para el supuesto beneficio de toda la población pobre. Sin embargo, hay una población jornalera —explica Barrera— que no se está beneficiando porque no está en la comunidad por su frecuente movilidad. Los Servidores de la Nación ni siquiera los ubican. “Quedó ahí; está muy difícil que hagan un programa para jornaleros”, lamenta.
Más tarde, fueron contactados por la misma secretaría para plantearles un programa piloto en Guerrero, Oaxaca, Veracruz y Chihuahua. Le pidieron apoyo a Tlachinollan para identificar comunidades específicas; sin embargo, al final no se concretó, presuntamente porque se necesitaban recursos para la campaña en Zacatecas, según confiaron a Barrera. “Nosotros fuimos a dar la cara y a decir que iba a haber programas para jornaleros… no se hizo y ni siquiera hubo forma de reclamarle a nadie”, agrega.
Por otro lado, lograron tener una reunión —a través de la Alianza Campo Justo— con la STPS. A partir de ella, el resultado fue que la población jornalera fuera incorporada a la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (Conasami). El monto considerado sigue siendo bajo —aclara Barrera—, pero al menos ya está contemplado. Las personas trabajadoras agrícolas han pedido que se fije en al menos 300 pesos diarios.
Se refiere a la reforma que se dio finalmente en 2019 —después de años de solicitarla— al artículo 280 de Ley Federal del Trabajo, que indica que la Conasami fijará los salarios mínimos de las y los trabajadores del campo, tomando en cuenta su naturaleza y cantidad, el desgaste físico y los salarios en establecimientos y empresas dedicadas a producción agrícola. En 2020, lo fijó por primera vez en 213.39 pesos en la Zona Libre de la Frontera Norte y 160.19 en el resto del país. Este año asciende a 312.41 y 234.52, respectivamente.
En el caso de la STPS, también lograron que accediera a una única inspección en campos agrícolas. “Pero ya nos dimos cuenta que hay una burocracia en medio que dice ‘A ver, dime dónde está ese campo agrícola, cuáles son las coordenadas, quién es el dueño, cuál es su registro federal de causantes’. Eso lo tuvimos que hacer nosotros y todavía decían ‘Es que esta dirección no existe porque está sobre la carretera’. Nosotros teníamos que hacer su trabajo”, dice Barrera.
“No podían hacerlo ellos, alguien tiene que solicitarlo, y también ahí nos dimos cuenta que una cosa es la empresa que contrata a los trabajadores, otra la dueña de los terrenos, otra la de los camiones; entonces, hay cinco o seis”, agrega. Eso genera el problema de que lleguen a presentarse en una empresa cuya dirección no corresponde necesariamente con los terrenos agrícolas. En su opinión, el trámite burocrático de las inspecciones está hecho para los empresarios, no para los trabajadores.
Por ejemplo, la empresa Divemex, que se dedica a cultivo, cosecha, distribución y comercialización de granos, frutas, hortalizas y verduras, se ubica en Guadalajara, Jalisco. En su acta constitutiva, como única dirección oficial registra la Zona Metropolitana de esa ciudad. En su página oficial en internet puede conocerse de manera más específica que su sede está en Ostia 2756-6, colonia Lomas de Guevara, Guadalajara. Ninguna otra ubicación se publica ahí.
Sin embargo, sus campos de cultivo están en un punto distinto: la carretera El Dorado-El Salado número 12510, a media hora de Culiacán, aunque en una búsqueda general en internet, en primera instancia solo aparece como 80300 Culiacán, Sinaloa. Por otro lado, en respuesta a una solicitud de información sobre las inspecciones que ha realizado en centros agrícolas, la oficina de representación federal del trabajo en Sinaloa solo enlistó direcciones, muchas únicamente con el nombre de la carretera sin número, por lo que es imposible saber de qué empresas se trata.
De la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader), Tlachinollan solo obtuvo el compromiso de que se garantizara que algunos programas generales de producción ya existentes llegaran a la población minoritaria que es candidata, y del Inegi, que en los censos agropecuarios se incorporen rubros relacionados de manera más específica a las características de la población jornalera. Con el IMSS, hasta ahora no ha habido avances en alguna estrategia para hacer efectiva la afiliación.
Sobre los campos agrícolas en los estados de destino de la migración interna —Sonora, Sinaloa y Baja California, principalmente— y las inspecciones mencionadas, la STPS tampoco puede dar muchas certezas. A la petición del censo específico de centros de trabajo agrícolas vía transparencia, la STPS respondió con un padrón extenso de empresas registradas en todo tipo de sectores, sin especificar cuáles corresponden al agrícola.
En respuesta a otra solicitud de información, la Dirección General de Inspección Federal del Trabajo contestó que de 2017 a la fecha localizó únicamente 57 actas de visitas de inspección ordinarias y extraordinarias, la mayoría por comprobación de seguridad e higiene.
A estas se suman las realizadas por las delegaciones estatales de la dependencia. Tan solo en Sinaloa pasaron de 17 en 2015 —y un máximo de 34 en 2018— a seis en 2022; en Baja California Sur, de 18 en 2016 a una en 2022, mientras que en Jalisco, uno de los principales estados productores, han sido únicamente entre cero y siete anuales en los últimos ocho años.
Reclutamiento en La Montaña: “Aquí no hay nada”
A unos 10 minutos a pie desde el centro de Tlapa, en una superficie seca conocida como Río Jale, se estacionan los transportes —camionetas medianas— que llegan de las comunidades de la montaña. De ahí, a unos cuantos pasos se encuentra la casa del jornalero. En la reja exterior, las cartulinas se amontonan con una diversidad de ofertas para ir a otros estados a trabajar al campo.
“Se solicitan trabajadores el campo Santa Elena en Culiacán, Sinaloa, el corte de pepino; tarea de enrede, desbrote y desoje y otras más, el salario de 300 pesos diarios de 7:00 AM a 4:00 PM más 40 pesos, horas extras después de las 4:00 OM, hombres y mujeres a partir de 16 a 65 años con o sin experiencia, nosotros te capacitamos”, dice una de ellas.
“La empresa proporciona cuarto, tanque con gas, estufa, colchoneta, seguro social, guardería y escuela, el traslado y alimentos”, se añade en el letrero. Apenas cruzando la reja, en la primera mesa un contratista espera con un bonche de folletos. Sin que alguien se lo pregunte, explica que hoy ya no está permitido que los menores de edad trabajen y de inmediato culpa a las familias por insistir. Luego asegura que su empresa no miente: lo que dice en el tríptico se cumple.
“Campo Patricia Sinaloa, ¡Te ofrecemos empleo! Contrato gratuito”, dice el folleto. Tiene unos espacios en blanco para los días de salida, que no se especifican. Adentro, responden qué ofrecen: traslado gratuito, guarderías, seguridad social y consultorio médico, zonas habitacionales, despensas, primer cilindro de gas regalado y traslado de la zona habitacional al área de trabajo.
“Podrás ganar mínimo 280 diarios por tarea (cumpliendo con asistencia de seis días a la semana) y dependiendo de tu esfuerzo incrementar hasta 400 con tareas extras”, específica el interior del tríptico, antes de ofrecer incluso un bono de lealtad por el cumplimiento de contrato hasta el final de la temporada y buena asistencia. Necesitan personas en las áreas de trabajo en el campo, empaque, bomberos (fumigación) y actividades varias.
En la casa del jornalero, quienes vienen de las comunidades más lejanas pueden pasar una o varias noches mientras llega la fecha de tomar alguna de esas ofertas. Los camiones los recogen ahí mismo en la parte de afuera, o incluso llegan a otros puntos, como la intersección que conduce a Ayotzinapa, a unas dos horas en auto desde Tlapa. Dentro de la casa, a cargo de la cocina, está Aure. Como casi todos, ella también fue trabajadora agrícola desde pequeña, con su familia, que migró porque “aquí en La Montaña no hay nada”.
Recuerda que ella iba a Morelos al corte de ejote y elote, nunca a Sinaloa. Desde los 10 años, la llevaba su papá y después, ahí conoció a su esposo. “Siempre andábamos allá trabajando, hasta que falleció en 2005”, dice. Después, ya no pudo ir a trabajar, porque no podía ir sola con sus hijos pequeños. Fue entonces que regresó a vivir con sus papás en Chiepetepec, su comunidad en La Montaña, y más tarde llegó a la casa del jornalero por una recomendación, donde ya tiene 13 años.
Cuando trabajaba, iban muchas mujeres embarazadas y con bebés a cuestas, en el surco y en la sombra. Eran campos sin guardería y sin atención médica en casos de enfermedad o accidente. Había que llevarlos por fuera a un centro de salud. Remarca que en Culiacán hay campos diferentes que sí tienen todos esos servicios, aunque eso es solo en algunos casos; para quienes trabajan día por día con empleadores diferentes, como en Villa Unión, no existen esas condiciones.
Ahora, los hijos de Aure ya crecieron y son sus nietos quienes la acompañan ese día en el comedor. Sus hijos trabajan en la construcción, pero sus sobrinos sí van al campo a Sinaloa. Cuenta que quienes pasan por ahí y se van contratados salen en septiembre u octubre, y regresan hacia mayo a sus comunidades. Otros compran boletos por su cuenta, ya saben a dónde llegar a trabajar, están allá uno o dos meses y vuelven. Llegan de Cochoapa, de Joya Real, de Metlatonoc y de otras comunidades de La Montaña.
Aure hace ahora la limpieza y la comida, e incluso la cena, para los trabajadores, aunque en esta ocasión no hay gas. Como es abril, en este momento no hay tantas salidas de personas contratadas, sino de quienes van por su cuenta. Algunos ya saben más o menos a dónde; otros aceptan alguna de las ofertas en la reja esperando que lo prometido sea realidad. La mayoría prácticamente ya está por regresar a Guerrero.
En la casa del jornalero se genera, además, un registro local. No es un censo, aclara Paulino Rodríguez, de Tlachinollan, pero es un indicador que permite conocer más de lo que pueden informar las autoridades. Cada temporada, ascienden a entre 12 y 15 mil personas de diferentes edades que van en busca de trabajo a Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Baja California, y se dispersan a hasta 21 estados de destino.
Sin acceso a la salud, en una de las comunidades más alejadas
Si en La Montaña no hay nada, para las mujeres mucho menos. Más aún en una de las comunidades más alejadas: Calpanapa Viejo, municipio de Cochoapa el Grande, a unas cinco horas de Tlapa, casi la mitad de pura terracería. En una comunidad de 336 habitantes, de los que más del 40% es hablante de lengua indígena, y 145 viviendas, para ellas no existe el acceso seguro a la educación o la salud de sus hijos, que llegan a morir por una diarrea, y a veces ni siquiera la posibilidad de parirlos en un hospital.
A sus 30 años, Angela tuvo que dar a luz a la orilla de una barranca, de camino al hospital que tenía más cercano, a dos horas y media. No habla español. Paulino ayuda con la traducción del ñuu savi. Embarazada de su sexta hija, había ido a una última cita médica. El 11 de enero, salió de su comunidad para el nacimiento de su bebé, porque no encontró doctor en el centro de salud.
En el hospital al que llegó, en Dos Ríos, la revisó solo una enfermera, pero argumentó que como Angela no iba a las citas ahí constantemente, no podían recibirla. “No aceptaron que mi niña naciera en ese hospital y fue que tuvimos que regresar”, relata. Cuando iban por un paraje de Dos Ríos a Calpanapa, llegaron a un punto que se conoce como barranca de ocote. No pudo más y ahí nació su bebé.
En la camioneta viajaban también su suegro y su esposo. La enfermera de Dos Ríos le dio la opción de ir al hospital básico de Cochoapa o al de Ometepec, pero no alcanzaron a llegar. El más cercano quedaba a dos horas mínimo de distancia.
“En ese instante hicimos una llamada al hospital básico porque teníamos el número de teléfono. No entró la llamada y a veces se va la señal, o quién sabe qué había pasado, y con el simple hecho de que no estaba el médico en ese momento el día que ella nació, las enfermeras me dijeron que no me podían atender porque ellas iban a meterse en problemas”, cuenta Angela.
Su esposo y su familia se dedican al cultivo de la milpa en Guerrero. Antes y desde hacía muchos años, también iban a trabajar a Jalisco como jornaleros al corte de tomate y chile, pero ya no lo han hecho porque el papá de sus hijos logró entrar al programa Sembrando Vida, y sus hijos pequeños están estudiando. Hace cerca de cuatro años que permanecen en la comunidad.
“Nos apoya el programa, pero aparte sembramos maíz y vamos acompletando. Principalmente, los hombres son los que hacen ese trabajo, y nosotras las mujeres aquí en el hogar”, agrega. A solo unas viviendas de distancia, Guadalupe, de 52 años, borda al aire libre afuera de su casa, en un pequeño espacio techado con lámina. A esa hora, el calor supera los 30 grados en toda la región de La Montaña. Entre cuatro y cinco niños juegan o aprovechan para comer alrededor de ella.
Es abuela de todos ellos. También de un niño que recién falleció a los dos años de edad, la misma que tiene uno de los que permanecen sentados junto a ella mientras recuerda la enfermedad y muerte de su nieto. Guadalupe tampoco habla español. El niño, relata en ñuu savi, amaneció un día con vómito y diarrea, y en la noche su estado empezó a complicarse más. Al día siguiente, martes 21 de marzo, murió.
“Aquí no hay servicio médico. Tuvimos que ir al centro de salud, u hospital básico, de Dos Ríos —explica—. Fuimos y no lo atendieron, nos mandaron a Cochoapa el Grande, logramos llegar todavía, pero cuando revisaron a mi nietecito, los médicos detectaron que ya tenía como dos horas que había dejado de existir”. De un hospital a otro, hicieron tres horas de camino.
El papá de su nieto tenía ya meses en la migración, pero la mamá había salido de Calpanapa a trabajar en los campos de Jalisco hacía apenas 22 días. “Quiero agregar que el niño estaba sano cuando me lo dejó su mamá; así como vemos a este niño, así estaba él”, enfatiza. Otros dos nietos, de 11 y cinco años, hijos de la misma pareja, siguen a su cuidado. Los demás que la rodean están ahí solo por un rato; sus papás siguen en la comunidad.
“Aquí surgen muchas enfermedades y no hay medicinas. Tenemos un centro de salud, pero no hay médico, no hay enfermera. Anteriormente hubo un médico, pero a la fecha no. Es muy diferente cualquier situación de emergencia teniendo centro de salud con médico; pueden salvar la vida de alguien, de los niños, pero como aquí no hay eso, tenemos que ir hasta Ometepec. A otros dos de mis nietos los han tenido que llevar hasta allá para su atención médica”, reclama la abuela.
Guadalupe solo sabe que su nieto murió por vómito y diarrea, sin un diagnóstico específico. En abril, habría cumplido tres años.
“El pequeño Sinaloa”
Francisco y María Ignacia, que viven en Cacahuatepec, son ejemplo de que no hay programa social que alcance para subsistir en La Montaña. Tienen un pequeño invernadero en esa comunidad guerrerense. Les gustaría —y todavía conservan la esperanza de que un día sea posible— vivir de sus cultivos de tomate, cilantro, pepino y chile, pero sin apoyos, sería más costoso mantenerlo que el dinero que ganarían.
María Ignacia fue por primera vez a los campos de Culiacán con su papá, cuando tenía 15 años. A veces también ha ido a Baja California. Se juntó con Francisco hace 16 años. Juntos, han migrado a Sinaloa por contrato de seis meses. Francisco relata que antes los contrataba el señor Pedro Gálvez, que está en Tlapa. Ahora sus paisanos de la comunidad y él han asumido ese papel.
“Ahorita ya estoy contratando yo, pero ahorita mi gente los fui a dejar y me quedé la temporada, siempre he andado con ellos. Antes era trabajador y después me fui guiando sobre los patrones, les pedí el número y ya me dijeron que si podía buscarles gente, y empecé a trabajar así”, revela Francisco.
Antes, había ido cada temporada por unos cinco años solo como trabajador a esa empresa. En cada pueblo, dice, debe tener un conocido o alguien de confianza, y no mentirle a la gente sobre cuánto van a ganar y por cuántos meses es el contrato. Francisco dice que de entrada son tres, pero casi siempre se quedan seis. Recién llevó a 40 personas de Cacahuatepec, más otros dos camiones de Olinalá y Chilapa.
Le han pagado hasta 7 mil 500 por camión, solo que ahora la empresa también le ha fallado a él: dos semanas después de que llevó a las personas, dejaron de pagarle. “No sé cómo le hicieron, pero es como si me sacaran de la nómina”, reclama. Aun así, dice que debe ir a Sinaloa a estar con el grupo que mandó, y tratar de resolver el pago. Recuerda que antes las empresas daban otros apoyos o programas, pero ahora “ya trabajan mal”.
La paga, en este momento, es de 250 pesos, y el horario depende del rendimiento. “Si son seis surcos, tienes que sacar los seis y sales como a las 9:00 o 10:00; si sacas los seis surcos temprano, ya”, añade María Ignacia. Allá, lo que hagas es lo que vas a ganar, remata Francisco. Las personas duermen en un albergue al que le conocen como el Regalito, por la zona de El Dorado. Ahora, él tiene un compromiso como autoridad comunitaria, y eso también le impide volver a Sinaloa, pero casi toda su familia está allá.
La empresa para la que trabaja tiene la ventaja, dice, de que todavía les deja llegar con sus seis hijos, que van a la escuela o a la guardería, no a trabajar. Como ya no se permite el trabajo de menores de edad, hay algunas empresas que han restringido a que las familias migrantes lleguen a las viviendas con máximo dos niños. Francisco recuerda que cuando él inició en el campo, tendría 12 o 13 años, y los niños sí trabajaban limpiando surcos y en el enrede.
Asegura que el pago también va cambiando cada temporada, incluso ya se usa tarjeta. Los autobuses están un poco más equipados, no como los urbanos que todavía existen en la sindicatura de Villa Juárez, cerca de Culiacán. Ahora son los Costa de Oro los que hacen el viaje de más de 20 horas que los lleva a Sinaloa. La gente sigue prefiriendo irse porque en la comunidad no hay apoyo, dice la pareja.
De su invernadero propio incluso venden en Tlapa cuando no es temporada de migrar. A unos metros de su hogar, más allá de la breve superficie urbanizada, ya en el invernadero María Ignacia y Francisco muestran, a mucho menor escala, cómo es el trabajo en Sinaloa. En Cacahuatepec, el precio de las verduras es muy bajo comparado con lo que cuesta comprar simplemente un herbicida. “¿Cómo le vas a hacer? No sale. Por eso casi la mayoría migra”, asegura Francisco.
“Antes había más apoyos, había vivienda para los jornaleros, ahorita nada. Antes había hortalizas, piso firme, techados, mucho apoyo, era bueno, a mí me tocó de esos invernaderos, pero ahorita estamos viendo que definitivamente ya no hay nada”, agrega. De Sembrando Vida, la pareja reclama que solo aceptan a algunos, porque hay que cumplir con los requisitos de la dimensión del terreno.
Después de un rato en el invernadero, María Ignacia corta algunos chiles, tomates y cilantro para la salsa de ese día. Hace mucho, a su abuelita le pagaban 35 pesos con menos derechos. Ella gana más en la temporada del campo, pero también vende su cosecha cuando está de regreso en la comunidad. Tiene un papel central en el trabajo, la crianza, la alimentación y la migración de su familia. Está convencida de que con otro invernadero y más materiales, podrían hacer mucho más, e incluso quedarse.
A más de mil 500 kilómetros de su invernadero, algunas mujeres, en cambio, deciden ya no regresar. Optan por quedarse a formar comunidad en diferentes sindicaturas de Sinaloa, principalmente en Villa Juárez, donde su presencia no solo sostiene a sus familias, sino que implica gestiones, mejoras e incidencia en sus comunidades y en las generaciones de mujeres por venir.
Los reportajes de esta serie se realizaron en alianza con la Iniciativa Periplo de Fundación Avina.
Este texto es propiedad de Animal Político y lo reproducimos con su autorización. Puedes leer el original en este enlace.