Texto: Marlén Castro
25 de septiembre de 2020
Fotografía: José Luis de la Cruz
Especial Amapola
Mi nombre es Rogelio Meza Aguilera. Pertenezco a la generación 1979-1983. Cuando yo ingresé entramos 120 estudiantes. Se formaron tres grupos de 40 cada uno. Poco después se integró un cuarto grupo de otros 40 integrantes, por lo que mi generación fue de 160 en total.
De estos años, me acuerdo de tres secretarios generales del Comité Estudiantil Ricardo Flores Magón. Uno de ellos fue Uriel, no recuerdo sus apellidos, el cursaba segundo año. El secretario general que fue de mi generación, no recuerdo su nombre, pero le decíamos El Capirucho. Conocí a otro más: Bertín, de quien tampoco recuerdo sus apellidos.
Conviví con Uriel porque en la primera observación pedagógica hicimos equipo con él y algunos compañeros de su grupo. Estuvimos en la Costa Grande realizando la semana de práctica docente; nosotros, porque éramos de primero, en calidad de observadores.
Uriel gustaba mucho de escuchar música de protesta, especialmente de Óscar Chávez. Muchos nos aficionamos a ese género musical. Como estudiante, Uriel era dedicado y en su práctica docente era responsable y justo.
El Capirucho era un joven de carácter amigable y cooperativo; muy buena persona. Poseía sentido de la justicia y de la bondad. Bertín era menor que nosotros y quizá, por eso, mis compañeros y yo, le veíamos pocas cualidades para desenvolverse en el cargo de secretario general. De hecho, fue expulsado por reprobar una buena cantidad de materias que impidieron que se reinscribiera al siguiente semestre.
Era común entre los integrantes de los diferentes comités estudiantiles las lecturas de textos relativos a la emancipación de la clase proletaria; analizaban y cuestionaban el materialismo dialéctico y materialismo histórico, diferentes filósofos y pedagogos. Pero creo que el último comité que conocí adolecía de esa práctica.
Durante mi época de estudio, cuando egresábamos recibíamos un certificado que decía que acreditábamos la educación normal y al mismo tiempo obteníamos el título de bachiller en el área de ciencias sociales.
En esos años realizábamos diferentes actividades productivas consideradas en el Plan de Estudios. En el primer año, hacíamos actividades agrícolas como sembrar maíz, jitomate y sorgo; era un cultivo para cada grupo o sección, yo era de la Sección B.
En segundo año, criábamos animales como vacas, conejos, cerdos y abejas; una especie para cada grupo.
A mi grupo le correspondió el cultivo de jitomates. La cosecha se llevaba a vender a Acapulco y cuando no era mucho, o por el precio, se llevaba a Iguala. Yo acompañé en una ocasión a vender el jitomate a Acapulco. En la cría y el cuidado de conejos la producción la vendíamos a la cocina de la Normal para nuestro propio consumo. En estas dos actividades si había estímulo económico para los estudiantes; era mayor en el cultivo de jitomate.
En tercer año teníamos industrias rurales, que consistía en el procesamiento y conservación de frutas de temporada. Nos enseñaban cómo convertir las frutas en mermeladas.
También cursábamos talleres de herrería, carpintería, electricidad, talabartería, y encuadernación. Aprendíamos los fundamentos de tales oficios.
Al llegar al cuarto grado dejábamos la escuela para llevar a cabo el servicio social. Lo hacíamos desde noviembre y hasta el último día del mes de mayo. Recibíamos un nombramiento de parte del gobierno del estado como maestro de servicio social y teníamos una compensación económica mensual, que se nos pagaba en dos o en tres
exhibiciones.
En estos meses, a la par que cumplíamos una función docente, preparábamos el documento recepcional con el cual nos presentábamos al examen para obtener el título como profesor de Educación Primaria.
Acudíamos una vez al mes a la Normal para revisión y orientación de nuestro trabajo de titulación. En aquel tiempo, salíamos con una plaza presupuestal conocida como asignación automática.
Durante mis años de estudio no escuchamos hablar de que teníamos infiltrados, no con esas palabras. Pero sí sabíamos que ingresaban recomendados que como una contraprestación por haber entrado debían informar a las autoridades escolares o a la delegación de la SEP lo que éstas quisieran saber.
No teníamos una confirmación real o una evidencia que sostuviera esa versión pero había indicios que lo confirmaban.
Por ejemplo, en una ocasión, ante la problemática de falta de recursos para las raciones de alimentos, el comité organizó una reunión para pedir el apoyo de los padres de familia. Acudieron muchos padres, pero apenas había terminado la reunión cuando el gobernador Rubén Figueroa Figueroa ya estaba enterado de lo que se pretendía exigir, porque una de las madres que se presentó y arengó a la lucha por mejores raciones, era quien dio la información.
Se supo que un poco antes de la fecha de la reunión, hubo acuerdo y aceptación entre esa madre y el gobernador para detener el avance de las exigencias de nosotros. Fue una experiencia dura. Fue debut y despedida la idea de pedir el apoyo a los padres.
En otra ocasión, estaba cerca la fecha de un congreso de estudiantes normalistas rurales y la sede sería la normal de Ayotzinapa. Entre las diez y las doce de la noche, policías judiciales irrumpieron en la Normal y nos sacaron de nuestros dormitorios.
Nos concentraron en la explanada de la escuela; querían identificar a los normalistas de otras escuelas y llevárselos. Nos tuvieron varias horas ahí pero al parecer un aviso a tiempo alertó y no pudieron identificar ningún estudiante foráneo.
Durante mi época, se sabía que algunos compañeros se salían y se iban a otra normal a continuar sus estudios. Los motivos no eran muy claros para nosotros en aquellos tiempos. Así como unos se iban, llegaban otros de otras normales.
Se creía que estos cambios obedecían a su participación política en los movimientos estudiantiles. Moverlos era una manera de condicionarlos a abandonar sus pretensiones a cambio de permitirles concluir sus estudios.