Florencia Tejedor: la sanadora de Apango

Este es el cuarto texto de la serie Sanadoras: la mujer, la salud y lo divino preparado por Amapola, periodismo transgresor para dar cuenta del papel fundamental de las mujeres en las funciones de cuidado a la comunidad


Texto: Marlén Castro

Fotos: Marina Romero

Lunes 11 de marzo del 2024

Apango/Mártir de Cuilapan

 

–¡Erick ya vente!

¡Erick escucha: ¡Ya vámonos!

¡Qué te vengas conmigo, Erick!

Ambrosia Carlos, una sanadora o curandera nahua de San Juan Totolcintla, municipio de Apango, gritaba enérgica, con tono de regaño a Erick, pero Erick no estaba ahí; iban con ella la mamá y el papá de Erick, todos caminaban sobre la orilla del río Balsas, sobre piedras enormes y puntiagudas.

Erick, de cuatro años, estaba tirado en su cama, con una temperatura de 39 grados, porque en la mañana por donde ahora caminaban su abuela Ambrosia, su mamá y su papá, fue arrastrado varios metros por una burrita.

Lo que hacía Ambrosia Carlos era levantar la sombra de Erick para que regresara al cuerpo del niño y la temperatura alta, producto del susto, cediera.

Ahora Erick es un adolescente de 16 años. No teme a las bestias de carga y tampoco a darse un paseo en ellas. Parece que el ritual para agarrar su sombra fue efectivo.

“Me volvería a subir, no le tengo miedo”, contesta con aplomo.

Todos viven en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, un municipio de la subregión conocida como Montaña baja, en donde un 47 por ciento de los 5,000 habitantes hablan náhuatl.

En Apango bien podría levantarse una clínica de especialidades de medicina mesoamericana, hay sanadoras y sanadores para el extenso catálogo de males que la ciencia occidental desconoce.

Desde entonces, la madre de Erick, aunque es de la región de Tierra Caliente, donde la gente no se cura de espanto ni cree que la sombra se salga del cuerpo, cuando Erick o Iris, su otra hija, se enferman, los lleva con alguna sanadora, la que tenga más cerca.

En estos momentos, una de las sanadoras a las que acude para que curen a su hija o hijo de empacho, de mal de ojo, de malos aires o para que levanten su sombra es Florencia Tejedor Méndez, de 81 años, de los cuales 36 los ha dedicado a la curandería.

La sanadora Florencia Tejedor

“No, yo no sano, quien sana es Dios a través de mis manos”, contesta Florencia, conocida en Apango como Doña Flor.

Esta mañana, doña Flor tiene mucho trabajo. Va a curar de malos aires -equivale a malas vibras- a tres mujeres de la comunidad de El Potrero, municipio de Tixtla. Entre Apango y El Potrero no hay mucha distancia en línea recta, pero la carretera que une El Potrero-Tixtla-Apango zigzaguea alrededor de las montañas y eso alarga el trayecto, probablemente, al doble.

La sanadora Florencia Tejedor atiende pacientes con diversas enfermedades en su consultorio en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, en la Montaña baja. Fotos: Marina Romero

Son las 11, la consulta apenas empieza. Las mujeres salieron de El Potrero a las ocho y para regresar deberán pagar un taxi especial, porque la pasajera de transporte colectivo de regreso sale a las 12. El taxi les cobrará alrededor de 800 pesos.

En El Potrero, donde también se habla náhuatl, ya no tienen curanderas ni curanderos, cuentan las mujeres. Acuden a Apango para curarse.

De acuerdo con la ritualidad para sanar de estos males, doña Flor tiene que dar tres limpias durante tres días. No pueden viajar domingo, lunes y martes. Las tres limpias tienen que ser el mismo día. Doña Flor tiene mucho trabajo. La limpia consiste en rezar mientras pasa por todo el cuerpo un ramo de albahacar y ruda, al que salpica con la loción conocida como Siete machos. En el último paso frota un huevo, el que se supone, recogerá el mal. Entre limpia y limpia, la sanadora reza un rosario, es en el que pide a Dios que sane a las personas que acuden ante ella.

“Dios tú trajiste a estas personas ante mí, ahora ayúdame para que sanen”, pide Florencia Tejedor sentada frente a su altar, con los ojos cerrados.

Sus manos son un instrumento de Dios para sanar a la gente, reitera doña Flor cuando termina de curar a sus pacientes de este domingo.

La sanadora Florencia Tejedor atiende pacientes con diversas enfermedades en su consultorio en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, en la Montaña baja. Fotos: Marina Romero

Ante ella acude gente de varias comunidades de la Montaña baja. Doña Flor cura, principalmente, de malos aires y de espanto.

Como Ambrosia, la abuela de Erik, doña Flor levanta la sombra de las personas cuando tienen un susto. Se cree que la sombra sale del cuerpo de una persona cuando algo la espanta. La sombra se queda en el lugar del susto, casi siempre, se trata de un accidente o una mala noticia recibida.

Cuando la sombra abandona el cuerpo, la persona asustada empieza a sufrir de cansancio extremo, quiere estar siempre dormida, tiene dolores de cabeza intensos y le duele el cuerpo.

La sanadora tiene que hacer un ritual en el lugar en el que la persona se asustó. Para levantar la sombra, la sanadora grita el nombre de la persona. Prende velas alrededor del sitio y ofrece una comida a los aires viejos y aires jóvenes que se apropiaron de la sombra de la persona. A los aires les habla con amabilidad “¡Ya suéltenlo, ya déjenlo que se venga con nosotros!”, les implora y al dueño de la sombra le grita, para que escuchen y la siga.

“Cuando la persona enferma se va a curar las velas no se juegan, permanecen encendidas, cuando no se va a aliviar las velas se apagan”, asegura doña Flor.

La sanadora Florencia Tejedor atiende pacientes con diversas enfermedades en su consultorio en Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, en la Montaña baja. Fotos: Marina Romero

En sus 35 años de sanadora, doña Flor ya aprendió a identificar a las personas que aunque acuden con ella, llegan incrédulas, entonces les dice: “No, no se va a curar, porque ella viene sin fe”. Les dice que mejor se vayan.

Doña Flor aprendió la sanación de su abuela, pero empezó a curar ya muy grande. Cuando comenzó, cuenta, tuvo mucho sufrimiento porque su esposo, Lucio Guevara, no la dejaba. Empezó a hacerlo cuando él se fue a trabajar a Sonora.

Cuando regresó, ya encontró a su mujer curando los males de la gente de Apango.

“Vete de aquí cochina, agarras a la gente que quién sabe de qué esté mala”, cuenta doña Flor que le decía don Lucio, quien se alejaba de ella con muecas en el rostro.

Un tío convenció a Lucio que curar a la gente no era malo y tampoco para ellos era malo, porque doña Flor comenzó a tener ingresos y con ellos a mejorar la vida de ambos.

A doña Flor se le murieron 11 de los 14 hijos que tuvo. Después de perder uno tras otro retomó las enseñanzas de la abuela. A doña Flor ya no se le murió ninguna hija más. De siete hombres y siete mujeres que tuvo, sólo tres mujeres sobrevivieron. Ninguna abrazó la sanación.

Juana Marcelino: la sanadora itinerante de Ocotequila

Este es el tercer texto de la serie Sanadoras: la mujer, la salud y lo divino preparado por Amapola, periodismo transgresor para dar cuenta del papel fundamental de las mujeres en las funciones de cuidado a la comunidad.


Texto y foto: Antonia Ramírez 

Domingo 10 de marzo del 2024

Ocotequila/Copanatoyac

 

Cuando Juana Marcelino Pantoja tenía 10 años, ahora tiene 75, le pidió a su abuela enseñarle a ser sanadora.

La abuelita le dijo que nadie escoge ser sanadora, la eligen, y el designio llega mediante los sueños.

Ese sueño le llegó pronto.

“Alguien me dijo: tu viniste para que sanes a tu pueblo, pero debes tener fe. Tienes que creer en ti misma. No temas”.

Con esa certeza Juana, originaria de la comunidad nahua de Ocotequila, municipio de Copanatoyac, en la región Montaña de Guerrero, comenzó a aprender el oficio de la sanación de los curanderos del pueblo: su abuela y su papá.

Juana cura de tristeza: pinahuistli; de pena, tekipachtli; de enojo, tlahueltekipachtli y de espanto, momojtilistli.

Su vida de curandera se interrumpió pronto porque se casó de 14 años y a su esposo no le gustaba vivir en el pueblo. Se fueron al campo, para estar los dos solos, prefería vivir así porque era muy celoso. En el campo Juana tuvo a sus nueve hijos, cinco mujeres y cuatro hombres, de los que sólo le viven cinco. Sus hijos nacieron con partera. Después Juana se convirtió en una de ellas.

Lo que se asigna de manera divina florece. “Aprendí a ser partera de las que me ayudaron a tener a mis hijos. A mis últimas hijas, las tuve yo solita”.

La vida en el campo para Juana fue una etapa feliz. Sembraba hortalizas: garbanzos, rábanos, chile y jitomate. Cuidada a las vacas, tenían leche, queso, requesón, crema.

Hasta que las cosas se complicaron y por cuestiones de inseguridad migraron a Tlapa, en 1995. Su papá perdió la vista y Juana se lo llevó a vivir con ella a Tlapa.

“Fue ahí cuando volví a reencontrarme con la sanación, mi papá me suplicaba, hija deja que te enseñe más para que puedas salvar a la gente. No quiero morirme y llevarme a la tumba todos mis conocimientos, porque esto me lo dejaron tus abuelitas. No dejes que se pierda”.

Ante la insistencia, Juana memorizó los rezos y rituales para cada situación.

“La gente casi siempre me busca para que le levante la sombra, y cuando acude conmigo es porque sabe que le pasó algo, pero no logra saber qué y dónde”.

Dentro de los padecimientos de las enfermedades mesoamericanas, levantar la sombra, significa que una persona tuvo un susto y el alma abandonó su cuerpo físico.

“No sabe cómo se quedó sin sombra, si se asustó o se cayó o tuvo algún accidente o lo apenaron en público. La persona va perdiendo el apetito, se siente cansado, le da mucho sueño, o se enoja con facilidad, o le dan ganas de llorar sin algún motivo”.

Juana también sabe cómo curar las penas del alma, para que una persona olvide a alguien que no corresponde a su cariño, o bien, para que la o lo quieran.

“Todo eso puede tratarse, pero para eso la persona tiene que creer, la fe es muy importante porque si no cree, no funciona”.

La sanación de Juana es itinerante, porque desde que migró a Tlapa por cuestiones de inseguridad un tiempo se la pasa en Tlapa y otro tiempo en Ocotequila, a donde regresó cuando hubo condiciones.

Cuando la buscan en Tlapa o Ocotequila para ir a curar a alguien, la deben llevar de la mano, porque como su papá también está perdiendo la vista.

“Cuando llego a Ocotequila, apenas estoy abriendo mi puerta la gente ya empieza hacer su cita para que la cure, ya sea de pena, empacho o que le busque su suerte”.

Tlapa y Copanatoyac son dos municipios expulsores de mano de obra, en donde los jóvenes buscan la forma de irse a Estados Unidos.

Muchos jóvenes que quieren migrar a los Estados Unidos van a verla para que les diga su suerte, si van a cruzar la frontera, los van a regresar o qué les va a pasar.

Juana Marcelino Pantoja, sanadora de Ocotequila, comunidad nahua de Copanatoyac, en la región Montaña de Guerrero, el pasado mes de noviembre en la festividad de Día de Muertos en la comunidad.

“Yo les digo traigan sus 30 velas o veladoras para pedir por ustedes todo el mes, cuando yo sé que no les va a ir bien mejor les aconsejo que se queden aquí”.

Uno de los jóvenes a quienes les dijo que le iría bien en Estados Unidos, cuando llegó, consiguió trabajo y se estableció, le llamó para darle las gracias, después le mandó dinero y una lámpara para que, por las noches, vea por dónde camina.

“Yo no engaño a la gente. Les hablo con la verdad. Cuando veo que está grave y que se va a morir, le digo a la familia, para que no gaste de más. Ese día que curo a la gente pongo mucha atención a mis sueños, ahí te dicen si se va a curar o va a estar difícil”.

En casi cada pueblo de la Montaña hay personas que curan, pero ya quedan muy pocos, no nacen nuevos curanderos y tampoco quieren aprender, aseguró Juana, quien está enseñando a una nieta.

Juana no cobra una cantidad específica por sus servicios. A la gente que cura le pide que le pague lo que sea su voluntad. A veces la voluntad es poca, a veces es mucha, alguna gente le paga hasta 500 pesos por la consulta.

Hay personas que cuando ven a Juana ya gastaron mucho dinero en médicos y medicinas convencionales y cuando Juana los cura, regresan a regalarle dinero o la invitan a comer o le llevan comida a su casa para agradecer.

“Eso sí, yo nunca duermo tranquila, porque todas las energías se quedan conmigo”.

Gabriela León: una sanadora en la ciudad

Este es el segundo texto de la serie Sanadoras: la mujer, la salud y lo divino preparado por Amapola, periodismo transgresor para dar cuenta del papel fundamental de las mujeres en las funciones de cuidado a la comunidad


Texto y foto: Marlén Castro

Ilustración: Saúl Estrada

Sábado 9 de marzo del 2024

Chilpancingo

 

Luis René llega a la casa de Gabriela León, en una colonia al sur de la ciudad conocida como Comunidad Emperador Cuauhtémoc, con dos huevos dentro de una bolsita de plástico. Toca la puerta rústica de madera y pregunta por doña Gabriela.

Gabriela lo espera en su pequeño consultorio, donde hay una ventana chica que ilumina el espacio y tiene varias figuras de mariposas y lagartijas pegadas en las paredes de madera, que hacen pensar en la primavera, la primavera eterna en ese acotado espacio de esa colonia al sur de la ciudad capital.

Luis René, contará después, que viene desde Tijuana, una ciudad de la frontera entre México y Estados Unidos, a que Gabriela lo sane. A Luis René, de 33 años, alto, moreno claro, delgado, se le ve ansioso. La mano que no lleva la bolsita con los dos huevos, la mueve rápido y varias veces.

La sanadora Gabriela León atiende en su consultorio a un paciente el pasado 4 de marzo, en Chilpancingo.

Gabriela León lo pasa al consultorio. Tiene un escritorio, con dos sillas y una cama de las que usan los fisioterapeutas, también un mueble, como un juguetero, con frascos muy pequeños: son las medicinas que prepara ella misma, a partir de diferentes plantas con propiedades curativas, en otra parte hay una repisa con frascos de vidrio, cada uno, con agua y el contenido de dos huevos. Se ve flotar las dos yemas amarillas. Más adelante contará que esos vasos con los huevos son como los expedientes de sus pacientes.

Luis René ya vino otras veces a consulta. Cuenta que viene cada vez que se siente como ahora, intranquilo, nervioso, sin saber por qué. Lo primero que hace Gabriela es encender una vela. La luz es muy importante.

“Me permite regresar”, explica.

Gabriela León pide los huevos que lleva Luis René. El arranque de la sesión es un ritual. Cada parte de la consulta lo es. El paciente debe cerrar los ojos e iniciar un proceso de inhalaciones y exhalaciones largas y profundas. Estira ambos brazos y alza las manos con un huevo en cada una. Después de la luz, el huevo es lo más importante. El huevo, durante la limpia, recibirá la mala energía que inquieta a Luis René.

La sanadora Gabriela León atiende en su consultorio a un paciente el pasado 4 de marzo, en Chilpancingo.

La consulta con esta curandera se trata de una limpia de los tres cuerpos: el físico, el almico y el espiritual. Para empezar el proceso, Gabriela pide a las energías del universo, a sus guías espirituales y a Dios, hacerse presentes. También implora al Arcángel Rafael y al Arcángel Gabriel que acompañen a Luis René en este proceso.

Después del ritual para pedir permiso, inicia la limpia, la limpia no es la cura, es para recoger el diagnóstico de los males que tiene Luis René. La sanadora pasa los huevos por cada parte del cuerpo físico del paciente. Por delante y atrás. Desde los pies hasta la cabeza. Recorre centímetro a centímetro las dos piernas y los dos brazos. Llega a la cabeza. Reza todo el tiempo, se dirige a Dios, a su doctora espiritual y a todos los seres de luz que le acompañen para limpiar el cuerpo, el alma y el espíritu de quien acudió en su ayuda.

La penúltima parte de la consulta es abrir los huevos. Las yemas y las claras se convierten en un lienzo en el que quedan escritas las enfermedades del paciente, momento que quedó sólo entre la sanadora y el enfermo.

La sanadora Gabriela León atiende en su consultorio a un paciente el pasado 4 de marzo, en Chilpancingo.

Cuando Luis René sale del consultorio, afirma, se va tranquilo. “Venir aquí me da paz”.

Curar con ciencia, magia y religión

Desde pequeña, Gabriela León, de 58 años, siempre supo que procedía de una estirpe de sanadoras. Su familia materna y paterna es de Chichihualco, cabecera del municipio de Leonardo Bravo, una población que desde los años de la colonia tuvo la fama de albergar a brujas y brujos.

No sólo desciende de curanderas y curanderos, Gabriela desciende de la estirpe de Los Bravo, una de las familias que abrazaron las ideas de libertad e independencia de la corona española.

Gabriela comenzó a dedicarse a la sanación de otras personas, en forma, como un trabajo para obtener ingresos, hace alrededor de 20 años, pero siempre estuvo inmersa en este mundo de la cura con sustancias extraídas de las plantas, mundo en el que para curar se invocan espíritus y dioses, una combinación de ciencia, magia y religión.

A sus hijas e hijos los curó con remedios extraídos de las plantas. Cuando tenía a sus hijos pequeños, tenía una vecina de Atoyac que le recetaba remedios caseros para curar a sus hijas e hijos. Nunca los llevó a consulta con un doctor convencional.

Una muestra de que Gabriela vive entre lo divino y terrenal es el nombre de su hija mayor, Dirce: significa bruja de las profundidades del mar. Dirce es su guía espiritual, uno de los seres de luz que invoca cuando va a sanar a alguien. Dirce ya no está físicamente en este mundo, falleció de un infarto cerebral como consecuencia de un parto mal atendido en el Hospital de Partería de Chilpancingo, en 2019, pero su espíritu y energía sigue cerca. Últimamente, cuenta, percibe esa presencia débil. Gabriela cree que eso pasa cuando los espíritus regresan a la tierra en otro cuerpo físico.

La sanadora Gabriela León atiende en su consultorio a un paciente el pasado 4 de marzo, en Chilpancingo.

La sanadora sugiere hacerse una limpia de forma regular y curarse de acuerdo con el diagnóstico que arrojen los huevos o el agua para mantener sanos los tres cuerpos.

Para estar sanas y sanos, dice, hay que tener pensamientos positivos y rodearse de personas positivas, porque la negatividad atrae malas energías y malas ideas y si se enferma el alma y el espíritu, inmediatamente, se enferma la materia.

“El mejor medicamento es el pensamiento positivo, el sentimiento y nuestras acciones positivas, porque nuestras propias acciones y energías abren puertas. Podemos abrir puertas para el bien o puertas para el mal”, explica.

Las personas rencorosas suelen enfermarse de cáncer, las personas controladoras de la tiroides, las personas amargadas de diabetes, explica.

Gabriela dice que ella no cura, que sólo es un vehículo de los espíritus, que lo que ella tiene es una conexión con ellos.

“Yo misma suelo sorprenderme de diagnosticar enfermedades, a mi me dicen lo que la persona tiene”.

Gabriela también cura a distancia. Tiene pacientes que están en otros estados del país y de Estados Unidos. Con ellas y ellos usa el elemento agua y la luz. Para diagnosticar las enfermedades que tienen, durante nueve días, el paciente debe poner cada noche un vaso de agua bajo la cabecera de su cama y cada día tomarle fotos. Gabriela interpreta las sombras que aparecen en el agua, al cabo de nueve días, el agua del vaso queda limpia.

El agua también es medicina. El paciente debe poner en un vaso la cantidad de agua que cubre cuatro dedos de su mano colocada de forma horizontal, invocar a los seres de luz, a los espíritus y los santos en los que cree y prender una vela cerca del vaso de agua, después de eso, tomar el agua. Asegura que la gente se cura.

Tener una luz cerca es importante, cuando los pacientes no prenden la luz ella puede quedarse “del otro lado”.

Invocar energías no es fácil de sobrellevar. Su familia lo padece. Algunas veces la hallan desmayada en su casa, otras su pareja la escucha hablar dormida en idiomas desconocidos.

Gabriela aprendió de grandes sanadores del estado de Morelos, con quienes está en contacto de forma permanente, quienes conocen a profundidad la herbolaria, el temazcal y la curación esenia, una terapia muy antigua que se basa en el poder sanador de la luz y el sonido.

La sanadora Gabriela León atiende en su consultorio a un paciente el pasado 4 de marzo, en Chilpancingo.

La sanadora vivió en 2019 otro de los episodios más fuertes que ha enfrentado como persona. Su nieta estuvo desaparecida. Ella pidió ayuda a los espíritus. Dirce, quien llevaba unos días fallecida, guió a la niña de 16 años de regreso a casa. Le dijo lo que tenía que hacer.

Cuando la niña regresó contó que todo el tiempo escuchó a su tía Dirce decirle que no se rindiera.

“Esa fue la prueba de que esas energías realmente existen”.

Sanadoras: las mujeres, la salud y lo divino

Texto: Marlén Castro

Fotos: Antonia Ramírez, Marina Romero y Marlén Castro

Ilustracion: Saúl Estrada

Viernes 8 de marzo del 2024

Chilpancingo

 

Desde la época prehispánica hasta la actualidad existe el predominio de las mujeres en la medicina tradicional, estableció la antropóloga social Sylvia Marcos, estudiosa de los poderes curativos populares en México.

Afirma que este papel de las mujeres en las funciones de cuidado a la comunidad y de intermediación con lo sobrenatural permaneció mucho tiempo en la invisibilidad, por lo que era necesario estudiar el curanderismo con una perspectiva doblemente feminista.

La sanadora Juana Marcelino, de la comunidad de Ocotequila, municipio de Copanatoyac, en la pasada temporada de Día de Muertos en su comunidad.

La antropóloga en su estudio Mujeres, cosmovisión y medicina: las curanderas mexicanas, establece que el espacio del curanderismo es una dimensión demarcada y diseñada por las creencias religiosas y la cosmovisión mesoamericana.

En el marco del Día Internacional de la Mujer, este 8 de marzo, en Amapola, periodismo transgresor queremos dar cuenta del papel fundamental de las mujeres en las funciones de cuidado a la comunidad, en este caso, en la salud de los habitantes, por eso preparamos esta serie Sanadoras: las mujeres, la salud y lo divino.

Partimos de que las sanadoras existen básicamente en las zonas rurales, sobre todo, las más alejadas, pero las hallamos en las zonas urbanas, incluso en la capital de los estados, donde predominan los hospitales, las clínicas y los consultorios privado de la medicina alópata.

Los servicios de las sanadoras son importantes en las zonas urbanas porque son más accesibles para las personas de escasos recursos. Una consulta con un médico particular con un especialista puede ser desde 300 hasta 1,000 pesos. Los servicios de las sanadoras, en cambio, son desde 50, 100, máximo 150 pesos por consulta. Eso reciben las sanadoras que se entrevistó para esta serie.

La periodista oaxaqueña Diana Manzo, quien tiene documentado el papel de las mujeres sanadoras en la salud de las comunidades en la región del Istmo de Tehuactepec, considera que su función es muy importante porque se trata de un conocimiento ancestral que comparten a las siguientes generaciones y, también, es una forma de fortalecer la identidad y el sentido de pertenencia.

Gabriela León Encarnación, sanadora de Chilpancingo, limpia los tres cuerpos: almico, espiritual y físico de un paciente, este lunes 4 de marzo.

“Las mujeres médicas tradicionales son sabías, saben dónde encontrar las plantas y el uso que tienen. Guardan las semillas. Sus casas son farmacias comunitarias y siempre tienen un té de hierbas que ofrecerte para cada ocasión. Se preocupan por las emociones, son más comprensibles y empáticas con lo que tú necesitas”, indicó Diana Manzo, consultada para esta serie.

En la región en la que documentó el papel de las sanadoras tradicionales dijo que es más común que a los bebés los lleven con ellas que con los médicos convencionales, y las niñas y los niños crecen con buena salud. En esa región, agregó, sobre todo las mujeres que se dedican a la salud, gozan de la aceptación y el respeto del resto de los habitantes.

En las comunidades rurales, el papel de las sanadoras es más importante porque los habitantes viven alejados de los servicios de salud, mientras que las sanadoras son parte de la comunidad y gozan de la confianza de la gente.

Esta serie además de reivindicar el papel de las mujeres en el ámbito de la salud y de reconocer los conocimientos de los pueblos mesoamericanos tan válidos como los conocimientos occidentales es también para desmontar la narrativa estigmatizante en contra de las mujeres dedicadas a la curandería.

La cosmovisión de los pueblos originarios mesoamericanos apela a las divinidades para hacer posible el proceso de la sanación, a la fe y la creencia, subjetividades que niega la ciencia occidental, porque esta ciencia tiene barreras y límites en la comprensión de todos los fenómenos. Como afirma el sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos, la ciencia sólo puede explicar los fenómenos que reconoce, no los que ignora, pero que los ignore no quiere decir que no existan y que no sean válidos.

Apelar a los espíritus, a los aires chiquitos y aires grandotes, como lo hace Florencia Tejedor para curar a las personas; a los seres de luz y a los espíritus de sus ancestros como lo hace Gabriela León, o recibir las indicaciones en los sueños, como le pasa a Juana Marcelino, es pisar un terreno incomprensible para una mayoría y es más fácil estigmatizar que entender.

Florencia Tejedor Méndez, sanadora de Apango, cabecera de Mártir de Cuilapan, reza frente al altar para pedir por la salud de las pacientes que llegaron a consulta el pasado domingo 3 de marzo.

Esta serie se basa en las historias de tres sanadoras: Florencia Tejedor Méndez, de 81 años, una curandera nahua de Apango, cabecera del municipio de Mártir de Cuilapan, en la zona Centro del estado, de Gabriela León Encarnación, de 58 años, en Chilpancingo, capital del estado de Guerrero y de Juana Marcelino Pantoja, de 75 años, de Ocotequila, municipio de Copanatoyac, en la región de la Montaña alta.

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