Texto: Arturo de Dios Palma
Fotografía: Salvador Cisneros
16 de marzo de 2022
Tlapa de Comonfort
Era el 15 de agosto de 1996, Petra García Patricio tenía 13 años. Recuerda perfectamente ese día: su papá salió hacer un trabajo de albañilería, de inmediato su mamá le advirtió: “Te vas ahora o te quedas para siempre en el pueblo”.
Petra llevaba semanas escuchando las pláticas que tenían su mamá y su papá por las noches.
“Escuchaba que mi papá le decía que estaba negociando, que andaba viendo a ver quién le daba más por mi”, recuerda.
La primera vez que escuchó las conversaciones no entendió, lo hizo cuando su papá con voz firme le dijo a su mamá que la tenían que vender.
“Yo me asusté mucho y desde ahí casi no podía dormir”.
Pasó el tiempo y a su casa llegaban familias pidiendo negociar con su papá. Todas las veces, Petra corría a esconderse. Llegaron pidiéndola para hombres que le doblaban la edad.
“Lo recuerdo bien: llegó un señor para platicar con mi papá. Le llevó un cartón de cervezas para que ya no hiciera trato con nadie más. Fue cuando le dije a mi mamá que ya había escuchado todo y que no me iba a quedar en el pueblo. Mi mamá lloró, me dijo que ella en el pueblo no podía hacer nada porque así eran las costumbres”.
Su mamá halló una forma de ayudarla: se negó a todas las ofertas, alargó el periodo de negociación. Ese tiempo fue oro para Petra. Comenzó en secreto a planear su huida: vigilaba a las camionetas pasajeras que pasaban cada tres días, preguntaba a sus profesores cómo llegar a otros lugares.
Surgió un inconveniente: su mamá se enfermó y su ayuda era indispensable para el cuidado de sus hermanos menores.
“Según los usos y costumbres si se muere la mamá, la hija mayor se hace cargo de los hermanos. Esos días me los pasaba pensando: mis hermanos o mis ganas de estudiar”, recuerda.
Llegó el 15 de agosto. Su papá salió a trabajar a otra comunidad. Su mamá se acercó y le dijo: “hija: no te preocupes, si muero y regresas y no me encuentras que Dios te acompañe, vete, no te preocupes por lo que me pueda hacer tu padre”.
Petra tomó unos vestidos que le regaló su padrino, su ropa vieja que tenía, su acta de nacimiento, su certificado de primaria y lo echó todo a una bolsa de nylon transparente.
“Ten estos 50 pesos, no puedo ayudarte con más”, ofreció su madre.
Salió corriendo al siguiente pueblo a alcanzar la camioneta pasajera. Cuando vio venir no dudó: se subió.
El maltrato cotidiano
Petra tiene 39 años de edad. Es na savi, originaria de Cochoapa El Grande, en la Montaña de Guerrero. Estudió enfermería, cuenta con licenciatura y maestría. En esta pandemia fue de las coordinadoras en la aplicación de la vacuna contra Covid-19 en la región de la Montaña. Desde hace 25 años vive sola, lejos de la casa de sus padres. Es independiente y, sobre todo, se siente libre.
Lograrlo no ha sido fácil. Siempre ha tenido la adversidad frente a la cara.
“Desde los dos años y medio fui maltratada por mi papá. En mi pueblo las mujeres no somos reconocidas con derechos. Mi mamá no hacía nada porque para ella era normal el maltrato, ella también era maltratada”.
—A los dos años, ¿en qué consistían los maltratos?
—Los maltratos eran con cualquier cosa que tuviera mi papá cerca: con mecate, machete, leña. Cuando golpeaba no se medía, los cinturones nos los dejaba marcados en la espalda.
—¿Había algo que provocaba el maltrato?
—No le gustaba escuchar ruido, si nos reíamos, si gritábamos, si llorábamos. Si traía hambre y no le servían rápido se desquitaba con nosotros. Sin ningún motivo nos pegaba. Recuerdo muy bien una ocasión: me agarró del vestido y me aventó, después a mi hermano. Nos sacó porque estábamos llorando. Esa vez, recuerdo, estaba lloviendo. Ahí nos dejó mucho rato.
Con el terremoto de 1985, recuerda Petra, salieron de su pueblo y se fueron a vivir a un lugar muy distinto, donde se hablaba otra lengua y había otras costumbres, pero poco cambió.
“El hecho de cambiar de lugar no cambió la situación, seguía lo mismo: el maltrato, con esa misma idea de que las mujeres no valemos nada”.
En este nuevo pueblo, Petra comenzó a estudiar, entró a los siete años a primero de primaria. Su mamá la inscribió pese al desacuerdo de su padre.
Su padre sólo les enseñó a trabajar en el campo porque decía que ese era su futuro inevitable.
“En esta escuela vi otra forma de vida. Ahí fue donde comencé a pensar que yo no quería ser una mujer maltratada como mi mamá o someterme a un hombre como mi papá”.
En este pueblo vivieron hasta que Petra cumplió los 13, cuando tuvo “la edad” para ser vendida.
Esto pasa si no aceptas el trato
La venta de niñas en algunos municipios de la Montaña de Guerrero es una práctica recurrente. La llaman la dote, una tradición ancestral de los pueblos originarios, aunque ahora es una simple transacción económica. Antes, era una ofrenda que una familia brindaba a otra por la felicidad de una nueva pareja. Entregaban flores, panes, cerveza, algunos animales y dinero. Sin tarifas.
Era una manera de agradecer por la crianza de la mujer y una forma de apaciguar la tristeza que provocaba a la familia dejar ir a una de sus hijas que son “la alegría de la casa”.
Ahora no, las familias se meten en intensas negociaciones hasta llegar a un monto y la ofrenda la dejan en segundo plano. El pago varía entre los 40, 80 hasta 150 mil pesos por una niña. Se establece, según la tradición, en tres aspectos: la edad [mientras más niña más vale] el comportamiento [si se sabe que ya tuvo novio su valor se demerita] y la educación [más educada menos valor].
¿Las niñas y mujeres de estos pueblos pueden desobedecer esta tradición?
Sí, pero hay consecuencias. El último caso es el de Angélica, una adolescente a la que el 29 de septiembre, un grupo de policías comunitarios de la comunidad Dos Ríos, en Cochoapa El Grande, detuvo junto con su tía, una mujer de 70 años de edad, y sus tres hermanas: una de ocho años y las otras dos de seis.
Fueron detenidas porque Angélica se escapó de la casa del padre del hombre con el que la obligaron a vivir. Los comunitarios le advirtieron que si no regresaba 210 mil pesos —el doble de lo que pagaron por ella— no la liberarían.
Se escapó porque el padre del hombre con el que la vendieron, intentó violarla en cuatro ocasiones.
Angélica y sus tres hermanas pasaron 11 días retenidas.
El caso se supo hasta que su madre, Concepción, lo denunció en un hospital, en el municipio de Ometepec, en la Costa Chica. Un día antes, Concepción llegó a la comisaría con comida para sus tres hijas. Discutió con los comunitarios hasta que uno de ellos la golpeó.
Concepción estaba embarazada de trillizos. La agresión le provocó el aborto: se desangró en el pasillo de la comisaria.
Maltratos. Violencia sexual. Hambre
El 15 de agosto de 1996, Petra llegó a Tlapa como a las ocho de la noche. La pasajera le cobró 55, le quedó a deber.
“Recuerdo que me dijo que le iba a cobrar los cinco pesos a mi mamá”.
Cuando se bajó de la pasajera se quedó sola. No conocía la ciudad. Comenzó a caminar hasta que una mujer se le acercó y le preguntó porqué estaba sola.
Le dijo que buscaba a unos tíos y a su hermano en la colonia Caltitlan. La llevó hasta allá. Anduvo preguntando por sus tíos y su hermano, hasta que los encontró.
“Ahí inició otra etapa de mi vida. Pensé que mis tíos eran personas buenas”.
Petra y su hermano los primeros años vivieron en la casa del esposo de una de sus tía. Era un profesor que con engaños se llevó a su tía a vivir con él a Tlapa. Sin embargo los demás familiares ahí llegaban a pedir hospedaje.
Con su hermano dormían en un pedazo de cartón en el piso de tierra en un cuarto que compartían con dos de sus tíos, hermanos de su mamá, y otra de sus primas.
Los primeros días su hermano intentó convencerla que se regresara, Petra estaba decidida, aun sin saber lo que le esperaba.
Pasó días sin comer, recorrió el cauce del río El Jale buscando sobras.
“Comíamos los pedazos de verdura que había tirados, arroz, a veces pasamos hasta tres días sin comer”.
Nunca perdió de vista que quería estudiar la secundaria. Fue a preguntar a la secundaria Sor Juana, porque le dijeron que ahí aceptaban a “los pobres”. Así fue, el director de dio un espacio en el turno vespertino.
Encontró trabajo: vendía dulces y le pagaban 30 pesos al mes. Dejó el trabajo cuando la dueña le pegó.
“En el primer trabajo era bien pesado, hasta sangraba el hombro de andar cargando, nos trataba mal, una vez me pegó y dije que no lo iba aceptar porque había huido de mi casa por eso”, dice.
Encontró un nuevo trabajo en una casa haciendo el aseo, le pagaban 50 pesos al mes y de estos cada semana le daban 15. En ese momento Petra sintió un alivio, sintió que las cosas mejoraron.
Pero en el cuarto donde vivían, vinieron los maltratos. Sus tíos intentaron violarla. Lo intentaban cuando no estaba su hermano. Se defendía para impedirlo pero al final la golpeaban.
“Nos ponían a pelear y a la que perdía la castigaban. Ellos apostaban. Al que perdían le daban de beber. Yo nunca perdí, no sé de dónde sacaba fuerza, muchas veces me salve, eran peleas callejeras, sin reglas”.
Dejó el cuarto y el trabajo y se fue a vivir con una familia para cuidar a un niño.
“Ahí también quisieron violarme, esa vez entraron tres chamacos que me golpearon, me estaban ahorcando, me arrancaron mi vestido. Digo que Dios existe porque ese día el niño que cuidaba estaba pequeñito y apenas caminaba. El niño al momento del ataque estaba en la cama y al no verme se bajó a buscarme y no sé qué pasó pero soltó su biberón y al hacer ruido los estos chamacos pensaron que había gente, sino hubiera estado el niño yo pienso que si me matan, hubiera sido un feminicidio. Me acuerdo mucho de ese niño, porque me salvó”.
Maltrato para las que se quedaron
Yo siento que mi mamá sufrió mucho maltrato por mi huida. He platicado con ella pero se pone mal, llora mucho y ahora por su salud ya no lo intento. Lo que me ha dicho, es que cuando me escapé la golpeó muy feo mi papá. Me lo dijo hace tres años, no me decía nada, pienso que para no hacerme sentir culpable. Mi papá le decía que me escapé por sus malos consejos. Mi mamá siempre quiso apoyar a sus hijas pero con mi papá era muy difícil. Mi hermana la que me sigue, Guadalupe, si sufrió mucho porque ella quedó en mi lugar. Ella se quedó a moler, a hacer todo lo que me tocaba a mi. A ella no la vendieron porque mi mamá se enfermó muy feo, estuvo a punto de morir, se le cayó el cabello. No sabemos porque, nunca se le hizo estudios. Yo me imagino que fue su menopausia. Y en ese tiempo mi papá estaba esperando que mi mamá muriera para juntarse con otras mujeres. Mi hermana sufrió mucho, le reclamaba mucho. Con ella se desquitó. Mi hermana se vino a Tlapa a estudiar la secundaria, pero no le gustó y lo que hizo fue hablarle a mis otros hermanos y se fue a los Estados Unidos. No le avisó a mis papás, avisó cuando ya estaba en la frontera. Yo pienso que también se fue porque acá en Tlapa la vinieron a pedir. Pero esto sirvió también para mi hermana la más chica, Isaura. Con ella ni lo intentaron. Ella ya fue rebelde. Le aceptaron novios, la apoyaron para estudiar. Y eso es bueno.
Perdón, pero no olvido
—¿Has hablado con tu papá de lo que te hizo?
—Hace un tiempo hablamos pero no me contesta, se queda callado. Lo único que me dijo, llorando: “hija yo sé que te duele lo que hice pero ya lo hice”. Fue lo único. Lo he intentado tres veces pero sólo se agacha y no dice nada. La última vez salimos al campo en Alcozauca, fuimos a recoger ocote, leña y ahí platicamos. Lo hago porque el psicólogo me recomendó que tenía que hablar con él para sanar bien la herida.
—¿Sientes que hay algo pendiente con tu papá?
—Yo ya perdoné. Pero mi papá siguió tomando. Una vez que yo fui a visitarlos, llegó borracho y golpeó a mi mamá y yo me metí y me dio un golpe en la cara. Esa vez lo desconocí como mi papá. Esa vez lo tuvieron que amarrar, estaba incontrolable.
—Has intentado sanar todo, pero ¿sientes que queda algo?
—Sí, siempre queda algo. Antes era más difícil, tenía crisis, no podía hablar de esto pero ahora ya lo hago con más tranquilidad. La verdad yo no quiero tener hijos porque no quiero maltratarlos, porque eso fue lo que me enseñaron y mejor no. Me han dicho los psicólogos que mis hijos no deben pasar lo mismo, pero yo tengo mucha desconfianza y luego en el hospital veo muchas cosas, cómo llegan niños, niñas violadas por sus padres, sus abuelos, sus tíos.
—Cuando estabas sola en Tlapa, en los momentos más difíciles ¿pensaste en regresar a tu pueblo?
—No, nunca. Por muy duro que fuera siempre pensé en seguir adelante. Sí hubo momentos muy difíciles, pasamos días sin comer, pero jamás pensé en regresar porque yo sabía que vida iba llevar.