«Prácticamente nos esclavizó»: mujeres migrantes agrícolas hacen frente a injusticias

17 de cada 100 personas que laboran en el campo son mujeres, según la Encuesta Nacional Agropecuaria. Sin embargo, en los últimos seis años no han alcanzado ni el 3% de registro en el Programa de Trabajadores Agrícolas Temporales (PTAT), único que sobrevive y destinado únicamente a la migración internacional. 


Texto: Marcela Nochebuena

Fotografía: Tlachinollan

 

Sin que parezca siquiera percibirlas, las moscas atestan sus pies descalzos. Inmóviles, como el resto de sus piernas, permanecen apoyados en unas sandalias de plástico. Hace casi tres meses que ‘Carolina’, a sus 27 años, no tiene movilidad en sus extremidades inferiores. Un día, trabajando en el campo, la sorprendió un dolor en la cintura hasta que ya no pudo levantarse. Sin seguro social, su esposo y su papá siguen trabajando prácticamente para pagar las cuentas médicas.   

‘Carolina’ y su familia nuclear viven en un cuarto de dos por dos metros, en el último rincón de la sindicatura de Villa Unión, Sinaloa —a unos 40 minutos de Mazatlán—. Adentro solo hay un colchón, utensilios de cocina y un par de arpillas con algunos productos del campo, más unas cuantas sillas. En un metro cuadrado más, sin techo, está el baño. ‘Carolina’ bebe un poco de té y caldo en silencio, y espera con resignación. 

Por el cuarto, un arrendatario que vive en Mazatlán les cobra 2 mil 500 pesos al mes. La cuenta del doctor particular, que no dio un diagnóstico certero ni mejoró el estado de ‘Carolina’, llegó a más de 8 mil pesos. También hay que pagarle 100 pesos diarios a un policía de tránsito para llegar al sitio donde su esposo y su papá encuentran a un empleador diferente cada día. 

En la región sur de Sinaloa, a diferencia de otras sindicaturas cercanas a Culiacán, como Villa Juárez y El Dorado, así es la dinámica para trabajar en el campo: de entrada por salida, cada día “cachar” la mejor oferta entre los empleadores que se congregan muy temprano en el estacionamiento de un supermercado a la entrada del poblado, con la única expectativa de llenar seis o siete arpillas —a 25 pesos cada una—. Si les va bien, ganan 200 pesos por la jornada.

“Estamos trabajando y estamos comprando medicamentos; es mucho dinero, se ha gastado mucho. Aquí casi cada quien trabaja por su cuenta nada más… los tres o cuatro meses que estemos aquí, nada más un día con un empleador y otro día con otro”, dice ‘Arturo’, esposo de ‘Carolina’, cuyos nombres han sido cambiados porque prefirieron dar su testimonio bajo anonimato.

Después de un rato, ella se anima a participar brevemente en la conversación. Desde los 16 años conoció el trabajo en el campo migrando junto con su familia. Ahora que enfermó, lo que más le duele son los pies y todavía no puede levantarse sola; su esposo y su papá le ayudan. No tiene mucha fuerza e incluso siente calambres cuando quiere pararse. Cuenta que un día, después de llegar del campo, ya no pudo caminar bien. 

Su papá relata que incluso han tenido que pedir dinero prestado, y eso solo para pagar las cuentas. A sus 62 años, ha trabajado desde los 15 en el campo. Vive en una casa a pocos metros de distancia, donde habitan cuatro adultos y tres niños, por la que pagan 3 mil 500 pesos mensuales. Igual que ‘Carolina’ y ‘Arturo’, además hay que pagar los servicios y la “cuota” del policía de tránsito. Un lunes, mientras casi anochece, su esposa cocina solo con leña al aire libre. 

 

Esa es la “mejor” vida que la familia fue a buscar a Sinaloa cuando decidió migrar desde Lindavista, municipio de Tlapa, en la montaña guerrerense, porque “allá no hay nada que hacer”, dice ‘Arturo’. La migración desde las comunidades de Guerrero es familiar —cada temporada o algunas veces de manera definitiva, viajan padres, madres e hijos juntos—, pero el papel de las mujeres ha permanecido invisible por décadas. 

 

En México, 17 de cada 100 personas que laboran en el campo son mujeres, según la Encuesta Nacional Agropecuaria 2019, del Inegi. En Estados Unidos, llegan a representar hasta el 32%, de acuerdo con el Centro de los Derechos del Migrante (CDM). Sin embargo, en los últimos seis años no han alcanzado ni el 3% de registro en el Programa de Trabajadores Agrícolas Temporales (PTAT) —el único que sobrevive y destinado solamente a migración internacional—, de acuerdo con información proporcionada vía transparencia por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social.

Para trabajar fuera del país, también son solo un 3% las que acceden a las visas de los programas temporales para trabajar en EU que tienen las mejores condiciones. Aun así, cuando las circunstancias lo permiten, son ellas quienes sostienen el trabajo de cuidados, construyen comunidad en los lugares de destino e incluso han sido pioneras en denunciar las violencias y la discriminación que enfrentan en el campo.

“Ese proceso de feminización de la agricultura es muy diferente, una porque las mujeres no trabajan sus propias tierras sino las de los agricultores que las contratan, y otra porque a pesar de que ellas lo hacen y les gusta ese acercamiento con el campo, hay un cúmulo de violencias laborales que incluso en algún momento se normalizan”, explica Leonor Tereso Ramírez, académica de la Universidad Autónoma de Sinaloa que trabaja con mujeres trabajadoras agrícolas en la sindicatura de Villa Juárez.  

Según la Encuesta Nacional Agropecuaria, el 46.1% de las mujeres que trabajan en el campo lo hace de manera no remunerada, mientras que de cada 100 productores, solo 17 mujeres son responsables de manejo y toma de decisiones en unidades de producción. 

De acuerdo con la experiencia de Leonor, las mujeres que llegan a darse cuenta de la violencia, no pueden hacer mucho frente a ella en contextos de precariedad laboral, que son mucho más complejos para quienes migran. Sin embargo, algunas han logrado levantar la voz incluso a nivel internacional. 

Maritza denuncia discriminación en el marco del T-MEC

Maritza es la primera trabajadora agrícola que, junto con Adareli, presenta una queja en contra del gobierno de EU, en el marco del T-MEC, por la discriminación de género en contra de las mujeres migrantes en programas de migración laboral temporal. La inconformidad se origina en la negación de trabajos, la asignación de roles con salarios más bajos y la exposición a violencias en sus lugares de trabajo.

Maritza, originaria de Veracruz, ha trabajado desde que tenía nueve años en diferentes empleos: niñera, trabajadora del hogar, comerciante o cualquier otro que se presentara para obtener algo de dinero. El 27 de mayo de 2018 fue la primera vez que salió del país para trabajar en el campo de manera temporal en EU. Fue por sus amigas que habían ido antes que contempló la posibilidad.

“Era pesada la labor de trabajar en campo, pero como yo estaba acostumbrada porque también he trabajado en fábricas… Al principio, no fue tan malo porque realmente donde vivo luego hago ese tipo de actividades, pero allá iba consciente de que iba a ser como nos dijeron ahí: 10 veces más trabajo, pero también mejor remunerado, aunque después me di cuenta que no era cierto”, cuenta en entrevista.

Unos minutos después, confiesa que la experiencia fue horrible desde el momento que pisó los ranchos de Alabama y Florida. “Llegamos, bajamos las maletas y nos dijeron ‘súbanse al camión porque ya vamos a empezar a trabajar’, todas emocionadas porque íbamos a empezar a facturar, como dice Shakira, íbamos a empezar a ganar dinero, pero ahí algo como que se quebró en el momento en que, ya arriba del autobús para irnos al trabajo, se sube un señor”, recuerda.

En el transporte, el hombre se presentó y les dijo que desde ese momento él era su patrón y el dueño de su vida y de todo lo que tuvieran. En ese punto, Maritza pensó que había ido a trabajar pero no a que la hicieran sentir como esclava. “Prácticamente nos esclavizó; en mi caso, por más de cinco meses”, lamenta. Maritza cumplió casi seis allá, en los que el sueño americano muy pronto se volvió pesadilla. 

No había equipo de protección personal para andar en surcos encharcados pizcando calabaza, chile morrón, tomate y pepino. Había compañeras de ella que, con los pies lastimados, no podían trabajar, y entonces tampoco les querían dar de comer. Trabajaban no de sol a sol, aclara Maritza, sino muchas veces desde antes de que saliera, y regresaban apenas para dormir, a las 10:00 u 11:00 de la noche. A veces, cumplían jornadas de hasta 12 o 15 horas.

Las camas donde dormían tampoco estaban en buenas condiciones. Había un solo baño portátil, que lavaban prácticamente una vez al mes, además de que solo podían usarlo entre 12:00 y 1:00 de la tarde, la hora de la comida, nunca antes. Aunque a las 6:00 de la mañana ya estaban trabajando, les llevaban agua casi hasta las 10:00. La comida era mala pero no podían dejarla, porque el empleador la cobraba a 4.26 dólares la consumieran o no. 

Algunas veces, ni siquiera les pagaban completo el sueldo, incluso una quinta parte de lo que realmente habían ganado. Con frecuencia, no entendían los recibos por completo, por las abreviaturas y las palabras en inglés. Maritza ganaba entre 150 y 240 dólares a la semana; trabajaba de lunes a domingo y frente a cualquier inclemencia del tiempo, incluso cuando les tocó un huracán.    

Además de los problemas generalizados, Maritza recuerda que los salarios no eran iguales para hombres y mujeres. A ellas les pagaban la caja o la cubeta de calabaza a 60 centavos, pero a los hombres se les llegaba a dar hasta un dólar. La intención de la queja, explica, ha sido pelear para que se vigilen las condiciones de trabajo y el respeto a los derechos que los contratistas prometen en México. 

Aunque con miedo, está convencida de hay que atreverse a denunciar cuando hay maltrato y discriminación. Estando allá, confiesa, también vivió acoso. “Lo único que me faltaba era que me violaran o me mataran, porque a ese grado llegó este señor, de llegar a amenazarme con nuestras familias aquí en México, con tal de que nosotras no dijéramos nada. Era trabajo forzado, no nos pagaban, no nos daban de comer; de todo lo malo, imagínese lo peor”, dice Maritza.

A lo largo de su vida, ha vivido situaciones que, luego de callar, han terminado repitiéndose. En EU, un día finalmente pensó: “Esto no es normal”. “Yo sabía que iba a una chinga y a una friega, pero que por lo menos me la iban a pagar en 800 dólares a la semana… Hubo veces en que no pagaban; yo, a pesar de no haber tenido experiencia de lleno en el campo, me convertí en una de las mejores empacadoras y sembradoras”, cuenta. 

Cuando tomó la decisión de ir al trabajo temporal en EU, fue porque las oportunidades laborales en su entidad eran muy mal remuneradas. La posibilidad de hacer un trabajo pesado pero transitar de pesos mexicanos a dólares fue una de sus principales motivaciones, pero la experiencia terminó definitivamente con cualquier ánimo de volver. De regreso en Veracruz, ahora se dedica a su hogar y al comercio.

“Llegamos a renunciar también, para que nos regresaran a México, y no nos aceptó la renuncia, nos dijo que no. Entonces, ya prácticamente a partir de ahí si ya estabas esclavizada, date por enterada que realmente estás en esas condiciones. Cuando una amiga me dijo que tenía un número (para denunciar), me acordé que estando en Matamoros, un señor me dio unos trípticos y me dijo que llevara un diario de todo lo que viviera, y eso hice. Cuando me decido a hablar, con miedo, es porque ya no aguantaba la situación”, relata Maritza. 

Aunque inicialmente esa llamada quedó en un número de folio, después se convirtió en la queja que aún está a la espera de alguna respuesta. El documento describe que a las mujeres no se les provee igualdad de oportunidades para solicitar visas de trabajo temporal H-2 y son generalmente excluidas de los programas H-2A y H-2B. Mientras que las mujeres representan el 32% del personal agrícola en EU, solo alcanzan un 3% de las visas H2A.

“La exclusión y discriminación son componentes estructurales de estos programas, arraigados en las preferencias de los empleadores, prácticas discriminatorias en el reclutamiento y contratación desproporcional. Las pocas mujeres que son admitidas en los programas H-2 son con frecuencia admitidas únicamente al programa H-2B, que no cuenta con prestaciones de vivienda gratuita o servicios legales financiados con fondos federales”, denuncia la queja.

Desde 2016, el Centro de los Derechos del Migrante, a partir de la documentación de años de discriminación hacia mujeres migrantes en programas de trabajo temporal —que se extiende a todas las industrias y tipos de visa— había presentado una queja en el marco del TLCAN. Por mucho tiempo no hubo respuesta, sino hasta un día antes de que entrara en vigor el T-MEC, y era solo un reporte que afirmaba que el gobierno estadounidense contaba con medidas para protegerlas de la discriminación.

Ese fue el impulso para presentar la queja que hoy sigue vigente. A diferencia del tratado anterior, ahora el tema laboral está incorporado dentro del T-MEC, y se menciona explícitamente la protección de personas trabajadoras migrantes y los derechos de las mujeres. Su importancia radica en que es un antecedente para establecer que el tema se está tratando con la seriedad con la que ambos gobiernos han prometido que se va a tratar, explica Evy Peña, directora de campañas del CDM.

Los hijos sepultados en el campo que no se cuentan

De vuelta en el campo mexicano, además de las mismas y peores condiciones y carencias que viven en EU, las trabajadoras agrícolas se enfrentan también a la posibilidad de que sus hijos mueran por enfermedad o accidente. Los recientes casos de 11 menores de edad hospitalizados y siete fallecidos en la sindicatura de Juan José Ríos, en Guasave, son solo la cara más visible de un fenómeno que con frecuencia queda oculto. 

En Villa Unión, Mazatlán, los propios trabajadores han sabido de cuatro niños que fallecieron de enfermedades respiratorias o gastrointestinales, que solo se identifican por el vómito y la diarrea. Uno de ellos es el nieto de ‘Arturo’. Un día ya no pudo respirar bien. Según cuenta su abuelo, lo atendieron primero en Villa Unión y después lo llevaron a Mazatlán; más tarde, incluso a Culiacán. “No pudieron hacer nada”, lamenta.

‘Arturo’ lo llevó de regreso a Villa Unión —cuando no tenía dinero ni para trasladarlo—, solo para enfrentar el problema de encontrar un lugar para enterrarlo y poder asumir el costo. Llevarlo de regreso a Guerrero era un gasto aún más alto. Por menos de un metro, pagó cerca de 3 mil pesos para enterrarlo en Sinaloa, a unos kilómetros del cuarto que renta con ‘Carolina’ temporalmente. El bebé de siete meses falleció en febrero.

“Por la enfermedad y porque lo operaron, le pusieron la manguera aquí —señala su cuello— y le dieron una inyección de 24 horas para revivirlo; no pudieron y ahí se fue”, dice ‘Arturo’. Es el segundo bebé que se le muere a su hijo de 21 años: el año pasado, otro de apenas un mes falleció, por enfermedad, en un campo en Río Florido, Zacatecas, a donde también han ido a trabajar temporalmente.  

A finales de abril de este año, en la zona de El Dorado, a unos 30 minutos de Culiacán, en las viviendas que están en el interior de uno de los campos, una niña enfermó y falleció más tarde en el hospital. En ese mismo lugar, varios menores de edad han padecido diarrea y vómito —representantes de la empresa y trabajadores asumen que se trata de un rotavirus—, mientras que otra permanece hospitalizada. Ahí al menos hay seguro social.

En otros casos, aunque los niños supuestamente ya no trabajan, mueren en las conocidas como “cuarterías”, conjuntos de pequeños cuartos de dos por dos metros; en cada cuarto, una familia completa. La mayoría tiene apenas un colchón, algunos utensilios de cocina con una pequeña parrilla y, a veces, una televisión. De Guasave al Dorado y a Villa Unión, el problema es que están ubicadas fuera de los campos y pertenecen a particulares.  

 

Autoridades del trabajo en Culiacán han admitido que la falta de regulación y el vacío de responsabilidad son un problema para evitar el fallecimiento de niños. Hasta ahora, tampoco estas tienen atribuciones para tomar medidas en esos lugares de vivienda. Dicen tener la expectativa puesta en que un posible acuerdo previsto para los próximos meses entre los gobiernos de Guerrero y Sinaloa pueda cambiar los marcos regulatorios. 

Un lunes a finales de marzo, en Tlapa, corazón de la montaña guerrerense, Paulino Rodríguez Reyes habla sobre su labor de atención y acompañamiento a la población jornalera agrícola que migra de un estado a otro, y a otros países, en el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan. Acaba de colgar una llamada con ‘Arturo’. Adelanta la historia del fallecimiento de su nieto y la imposibilidad de trasladarlo para sepultarlo en Tlapa, que él confirmaría después de viva voz en Sinaloa.  

Otro niño —dice— falleció también apenas un día antes de la conversación. En suma, de enero a marzo, Tlachinollan registró tres muertes infantiles. “Sobre todo ha estado sucediendo en esas zonas agrícolas, donde la familia llega a un lugar donde no hay guardería, albergue para las niñas y niños, tienen que rentar las casas particulares en malas condiciones, y tienen que llevar a sus hijas y a sus hijos a los surcos porque no hay dónde dejarlos; esa es una de las situaciones que hemos documentado que es constante”, señala. 

Hace un año, la organización también registró varios casos por homicidio en zonas agrícolas —principalmente donde se paga al día, con diferentes empleadores— de Baja California, Chihuahua, Zacatecas y Michoacán, donde además opera el crimen organizado. El Estado debería garantizar los derechos laborales y la seguridad, subraya Paulino; cuando no lo hace, los dueños de las empresas abusan y explotan a las familias jornaleras, y ofertan condiciones que, ya estando en el terreno, resultan distintas.

Nada habla más de la impunidad de años en el fallecimiento de menores de edad que la historia de don Cruz y Agustina, originarios de Ayotzinapa, municipio de Tlapa. Ahora de 68 y 61 años, respectivamente, trabajaron por más de 20 en el campo. Hoy viven de manera definitiva en una casa de dos niveles en su comunidad de origen. Están sentados uno a cada lado de la ventana en el segundo piso; Agustina teje sombreros de paja, mientras don Cruz recuerda de manera pausada la historia que marcó a su familia 16 años atrás.   

Cuando empezaron a migrar a Sinaloa, su hijo Silvestre apenas gateaba; ahora tiene 23 años. Comenzaron en el corte de tomate, pepino y chile morrón, principalmente. El 6 de enero de 2007 llevaban también a su hijo David, de nueve años. Andaba con ellos recolectando jitomate en los surcos, porque en ese tiempo, “si aguantaban el balde, le entraban al trabajo”. Tropezó y el chofer de un tractor lo atropelló y falleció ahí mismo.

Al principio, la solución de la empresa fue que la pareja regresara a sepultar a su hijo en su comunidad de origen, incluso los llevaron. Les ofrecieron regresar una vez que levantaran la cruz. Estuvieron poco más de una semana en Ayotzinapa despidiéndose del niño, fueron de nuevo a Sinaloa y la empresa los volvió a regresar.   

Después, aun con miedo, decidieron demandar. Por un tiempo, don Cruz siguió migrando, pero en otra empresa, la de “los chinos”, como se le conoce a Buen Año. Aquella donde ocurrió el accidente nunca reconoció los errores del chofer. Con el tiempo, don Cruz y Agustina llegaron a tener siete hijos, y cada vez era más difícil llevarlos a todos a la temporada agrícola. Tampoco había con quién dejarlos, así que ella decidió quedarse en su comunidad. 

A sus gemelos más pequeños, de 14 años, prefirió meterlos a la escuela para darles otras posibilidades lejos del campo. “Ahorita no saben qué es el trabajo a donde van los jornaleros, no saben porque no han ido. Ellos no saben cómo se trabaja allá, cómo está allá en Sinaloa, cómo se sufre o qué es lo que hacen en el campo. Ellos no saben, nunca han ido, están estudiando”, dice Agustina.

El resto de sus hijos sigue yendo a Guanajuato y Sinaloa, por temporadas o de manera más definitiva. “Yo quisiera que no fueran, pero la cosa es que aquí no hay trabajo; uno tiene hijos y para salir adelante tiene que ir a trabajar porque aquí no hay. Ellos todavía tienen valor, y ganas, y están bien sanos”, dice Agustina. A ella y a su esposo, además, ya no los aceptarían por la edad.

En Ayotzinapa, siembran para su propia familia, pero no ganan nada. En tiempos más secos, Agustina teje los sombreros, pero advierte que no salen dos docenas por día, sino una o dos unidades. En su casa viven mejor. Uno de los aspectos que más recuerdan del campo es el hacinamiento de las familias en las viviendas. De la demanda, nunca supieron nada más. La empresa primero ofreció dinero, pero lo que ellos querían era el reconocimiento y la sanción de los hechos. 

Agustina le dice ahora a sus hijos gemelos: “Ustedes estudien, porque no creas que vas a ir allá (al campo) y no vas a trabajar, allá vas a sufrir porque desde temprano, a las 4:00 de la mañana, te tienes que levantar, y a estas horas no tienes tu salida, hasta las 7:00, 8:00 de la noche apenas, sol a sol. Ahora para que vayas y vengas, ya es noche; allá tienes que trabajar para que tengas, allá se sufre más, ustedes sabrán”. 

 

Para Margarita Nemesio, del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública (CECIG), esas historias de vida marcan, pero también reflejan la fuerza de las mujeres al tomar decisiones como la de Agustina: “Ahora ellos son los que toman la batuta, de alguna manera moderada, en su comunidad… Es muy importante cómo se construye el tejido a partir de esas decisiones, pero también de vivencias que les han hecho enfrentar cosas que a veces son impensables, y que marcan, sobre todo cuando la justicia nunca les llegó”.

Las mujeres que viven dificultades y violencias en el campo, cargando además con las tareas de cuidado y la búsqueda de justicia, lo hacen en un contexto general en el que los programas sociales destinados a este sector benefician a pocos trabajadores agrícolas —y a muchas menos cuando se trata de ellas—, las autoridades no verifican las condiciones laborales de las empresas y el abandono de sus comunidades de origen se perpetúa desde hace décadas.  

 

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