Las autodefensas que cuidan el municipio de Coahuayana, en Michoacán, cuentan que tomaron las armas porque se hartaron de los grupos del crimen organizado, La Familia, Los Caballeros Templarios o ahora el Cártel Jalisco. “O nos defendemos o nos matan”, dice su comandante.
Texto: Manu Ureste, Carlos Arrieta y Ethan Murillo / Animal Político
Fotografía: Manu Ureste
—Yo vengo despojado de un cerro, de Villa Victoria. Me salí porque tenía mi carnicería y no quise pagar cuota a esos cabrones del narco. Y como no quise pagarles, pues me quemaron la casa.
El señor Javier tiene 53 años. Es moreno, corpulento, luce una barba canosa de candado que contrasta con unas pobladas cejas negras, y no hay que ser un genio para averiguar por qué le llaman ‘el mapache’: sus ojos grandes, saltones y almendrados, que le dan un toque arabesco, están rodeados por unas pronunciadas bolsas de tono cenizo que le acentúan la mirada áspera y penetrante, como su voz.
Con ambas manos apoyadas en la cintura, de la que sobresalen la barriga y una pistola gris que guarda celosamente en su funda y de la que casi con ternura dice que “es bonita, pega bien y nunca falla”, el hombre cuenta que apenas lleva seis meses en Coahuayana, un pequeño municipio de la costa del Pacífico de Michoacán donde un grupo de autodefensas asumió la seguridad del pueblo.
A Coahuayana, anclada entre el mar y los vastos campos de plataneras, ha llegado en los últimos meses un éxodo de más de mil 300 personas desplazadas que huyen de la violencia en localidades vecinas como la propia Villa Victoria, a 60 kilómetros, Coalcomán, Aguililla, Aquila o Tecomán.
Don Javier es uno de esos desplazados. Pero, a diferencia de otros que decidieron dedicarse al campo o la pesca en su nueva vida en Coahuayana, él dice que ya se hartó y que por eso prefirió tomar las armas y sumarse al grupo de autodefensas que en 2013 se levantó en el pueblo contra Los Caballeros Templarios, y que hoy, 10 años después, enfrenta el asedio de un nuevo enemigo poderoso: el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
—Los “jaliscos” lo que quieren es apoderarse de los terrenos. A mí me quemaron mis casas, mis máquinas, y se quedaron con mi ganado, mi negocio… Y también le quemaron la casa a mi hija. Me lo quitaron todo.
El michoacano habla desde el patio de la comandancia de las autodefensas, ubicada a pocos metros del ayuntamiento. Acompañado por la atemorizante figura disecada de un enorme gato montés que enseña en actitud agresiva los dientes, el hombre mastica aún con rabia las palabras cuando se refiere “a los cabrones de los ‘jaliscos’” que le arrebataron su patrimonio.
—¿Miedo? No, no les tengo miedo —se dice a sí mismo con el ceño fruncido mientras se ajusta la gorra sobre la frente—. Al contrario, les tengo mucho coraje porque me quemaron mi casa sin deberles yo nada —escupe al suelo.
A continuación, con la mano derecha acariciando la culata de la pistola, don Javier recuerda que cuando se encontró su vivienda calcinada en Villa Victoria, sintió tanto coraje que en un arranque temerario de furia quiso ir a buscar por su cuenta a los sicarios para ver de a cuánto les tocaba a cada uno.
—Yo soy del cerro y conozco mi rancho. Además, desde chico sé usar muy bien las armas. Nada más que este chingao pie no me ayuda —se levanta mentando madres la pernera del pantalón y deja a la vista un tobillo hinchado, amoratado y amarrado por un vendaje—. Si no tuviera el pie quebrado… ¡ja! ¡pobrecitos! —exclama una risotada—. Me hubiera chingado a varios.
No obstante, aún con el pie maltrecho, don Javier es un elemento muy activo —con su fusil R15 al hombro— en los rondines que las autodefensas hacen las 24 horas del día por la cabecera municipal y por los alrededores de Coahuayana hasta llegar a los límites con Colima, en Tecomán. Ahí ya es territorio del Cártel Jalisco: una especie de zona de exclusión donde el autodefensa asegura que “si te agarran, te secuestran, te matan y te desaparecen”. Por eso, esa zona la peinan solo si van arriba de camionetas blindadas. Porque ahí, ni la policía local se acerca. Aunque don Javier comenta con desdén que los uniformados del pueblo no son mucho de meterse en broncas, dejándoles a ellos, a las autodefensas, buena parte de la responsabilidad de resistir el asedio del crimen organizado, el cual busca penetrar en la comunidad para tener vía libre en toda la ruta que va de Coalcomán, a unos 120 kilómetros, hasta la salida al mar en Coahuayana.
—Mire, aquí esa policía no sirve —sentencia apuntando con la mano hacia la puerta de la comandancia, donde cruzando la avenida están estacionadas debajo de unos árboles las camionetas con batea de la policía local—. Ellos nada más están ahí metidos en la presidencia municipal porque tienen miedo. Esa es la verdad y hay que decirlo: tienen miedo —recalca mientras menea la cabeza.
Ya es mediodía. Se acerca la hora de dar una “patrullada” a Coahuayana.
En el patio de la comandancia, un muy joven autodefensa armado con una aparatosa pistola que lleva amarrada en una funda en la pierna derecha besa con cariño a su novia para despedirse antes de la ronda. Ella lo santigua y le echa la bendición.
Tras unos intercambios de bromas con sus compañeros de patrulla, ‘el mapache’ se toca las cicatrices de bala —“esquirlas de un 50”— que lleva tatuadas en el brazo derecho, y su rostro vuelve a tornarse serio, tenso.
—Si el gobierno hiciera bien su trabajo, rápido podría acabar con estas lacras de los “jaliscos” —murmura el hombre tras exhalar un resoplido, mientras sobre la abultada cintura se ajusta la funda de la pistola que nunca le falla—. Pero como no lo hace, pues para eso estamos aquí nosotros. Para defender al pueblo.
***
—Claro que es una camioneta blindada. Si fuera una sencilla… desde cuándo ya no existiera yo en la Tierra.
El nombre completo del comandante es Héctor Zepeda Navarrete. Pero todo el mundo en la comunidad lo conoce como ‘Comandante Teto’: el antiguo dueño de una refaccionaria de autopartes que, tras el asesinato de su hermano Julio a manos de Los Caballeros Templarios, se convirtió en el líder de las autodefensas de Coahuayana, la única localidad que, junto a Aquila, Tepalcatepec, Los Reyes y Peribán, continúa levantada en armas 10 años después del alzamiento armado en Tierra Caliente contra Los Caballeros Templarios.
El comandante viste una playera azul marino y unos pantalones tejanos. Va equipado con un chaleco antibalas de camuflaje, botas de combate, dos walkies, una Glock negra al cinto, y una gorra negra con el escudo del águila y la serpiente de México. Su voz es potente, de mando, luce una entrecana barba de candado que le rodea la boca de la que, de vez en cuando, sale una sonrisa como la que esbozó cuando vio que a los periodistas que lo acompañan en el recorrido les costó mucho abrir la pesadísima puerta blindada del vehículo que maneja.
—El riesgo aquí es muy grande —dice tras arrancar la camioneta, en cuyo interior hay un arsenal desperdigado por los asientos polvorientos: mochilas con cargadores, un casco, escopetas y varios fusiles de asalto, además del fusil que el comandante lleva apoyado entre el reposabrazos y la palanca de cambios—. El Cártel de Jalisco tiene armas muy poderosas —continúa explicando—, y por eso no podemos ir en camionetas normales. Ya llevamos muchos enfrentamientos con esos cabrones, muchas emboscadas.
La más reciente fue el pasado 28 de diciembre. Ese día, un anónimo llamó al teléfono de la centralita alertando que unas personas “armadas, enchalecadas y encapuchadas” estaban por las inmediaciones de Coahuayana, en la zona de la presa. Un convoy de autodefensas acudió, pero no encontró nada raro.
Ese era el anzuelo.
—Cuando veníamos de regreso ya nos tenían puesta la emboscada. Nos balacearon los vehículos y nos pusieron también un racimo de explosivos y unos gases venenosos. Gracias a Dios que no explotaron, porque si no, tampoco estaría aquí ahora.
Tras asegurar que las autoridades estatales tardaron más de un día en retirar los explosivos que eran un peligro “para cualquier ciudadano”, el ‘Comandante Teto’ palmea el volante con la mano derecha —en la que luce dos llamativos anillos de oro en su dedo anular y una esclava de plata en la muñeca— y esboza otra sonrisa mientras la camioneta va pasando por la “glorieta de la paz”. Ahí, entre taquerías de carnitas y olorosos puestos de birria michoacana, la comunidad levantó una pequeña rotonda con la efigie de su hermano Julio con una paloma en la mano.
—Ese cártel viene con todo —dice ahora con la mirada clavada en el espejo retrovisor—. Ya están a otro nivel. Son terroristas que tienen como consigna no nada más acabar conmigo, asesinarme, sino acabar con todos los compañeros que andan conmigo aquí a diario cuidando la comunidad.
El comandante se restriega con la mano derecha los ojos enrojecidos y golpea el volante para tocar el claxon y saludar a un vecino.
—A ese tipo de gente es a la que nos enfrentamos a diario —prosigue—. A gente que, muchos de ellos son chavos que no están bien de sus facultades mentales. Porque, ¿ustedes creen que una persona que esté bien de su cabeza va a andar por ahí despedazando a otra persona? ¿Destazándola? —pregunta a los periodistas—. N’hombre, son gente enferma. Gente sin corazón.
La camioneta, que va escoltada discretamente por otras dos con varios integrantes armados de las autodefensas a bordo, entre ellos el joven muchacho que se despidió de beso de su novia, continúa avanzando por la carretera que atraviesa el pueblo hacia las afueras de Coahuayana, con rumbo al predio de San Vicente, un cerrito ubicado a tan solo unos metros de la playa donde se extienden hotelitos para surfistas y restaurantes de mariscos.
El comandante se mesa la barba sin dejar de mirar de vez en cuando por los espejos. Contra esa gente “enferma y sin corazón”, retoma la plática, llevan una década “dándose en la madre”. Antes, con los de La Familia Michoacana. Luego, con Los Templarios. Y ahora, con el Cártel Jalisco.
—Y mañana será con otro cártel, y pasado con otro. Y así estaremos, en una lucha sin fin si el gobierno no se pone las pilas. Porque nosotros no queremos estar aquí todos los días arriba de una camioneta blindada, ni dando una seguridad que, según dicen los del gobierno federal, no nos corresponde. Pero, ¿qué hacemos? —pregunta alzando la voz—. O nos defendemos o nos matan.
En los últimos años, el Cártel Jalisco ha emprendido, además, otras estrategias para desgastar a las autodefensas de Coahuayana y al propio ‘Comandante Teto’, intentando minar la confianza de la ciudadanía. Por medio de YouTube y TikTok, una de las nuevas redes sociales predilectas del grupo armado que suele difundir fotos y videos, por ejemplo, de ellos mismos repartiendo despensas en zonas de extrema pobreza, se han publicado videos de encapuchados acusando al comandante de ser el líder de Cárteles Unidos, otro grupo criminal.
—Yo no pertenezco a ningún cártel —responde rotundo Héctor Zepeda cuando se le plantea lo publicado en redes sociales—. Yo lo único que hago es defenderme con armas. Y defender a mi municipio, a nuestras familias y a toda la gente que se siente indefensa ante esos criminales. Porque ellos sí son unos criminales —vuelve a alzar el dedo.
Prueba de ello, subraya acto seguido, es que en los últimos años el cártel ha asesinado a cuatro autodefensas de Coahuayana. A uno de ellos, al que apodaban ‘el Jefecito’, lo mataron a balazos en la central de autobuses de Colima cuando iba a hacer el examen de control y confianza para ser policía rural. A otro lo mataron en Zapotán, a las afueras de Coahuayana. A otro, apodado ‘el 30’, lo mataron en Palos Marías, y ahí mismo hirieron a otro autodefensa que no traía chaleco. Fue trasladado a un hospital en la población vecina de Tecomán, y cuando lo dieron de alta y venía de regreso a Coahuayana, los sicarios lo interceptaron de nuevo y lo asesinaron a balazos.
***
De uno de los dos walkies que lleva enganchados al chaleco antibalas el comandante, junto a una pequeña linterna, el sonido de una voz anunciando que todo está en orden para que descienda de la camioneta interrumpe el ruido estático de la frecuencia de radio.
El líder autodefensa se baja y de inmediato seis hombres salen de sus respectivas camionetas y se dispersan rápido por la zona. De todos, el que más llama la atención es el joven muchacho que ahora, además de la pistola al cinto, porta un enorme fusil de asalto con mira telescópica. Con todo y el chaleco antibalas, no parece mayor de 17 años, aunque el comandante, entre risas, dice que sí es mayor de edad. “Es un traga años”, bromea ante el rostro serio, disciplinado, del joven que mira de reojo a sus compañeros de armas que también lucen imponentes armas de asalto.
Ahora, de ese terreno saldrán los lotes que donarán a quienes, como don Javier, tuvieron que abandonar sus hogares por el asedio del Cártel Jalisco y de otros grupos delictivos que operan en Michoacán, en el estado vecino de Colima, Guerrero, y en otros más lejanos, como Chiapas, donde en comunidades como Chenalhó más de 200 personas fueron desplazadas en octubre del año pasado.
—Este es un terreno que va a agarrar la gente para recuperar un poco de lo que el crimen organizado les quitó —dice el comandante con ambas manos sujetando el chaleco antibalas—. Mucha gente llegó aquí con nosotros con la pura ropa que traía puesta. Y pues ahora, aquí está —pasea la mano y la mirada por el cerro desde el que puede apreciarse el mar a lo lejos—. Aquí van a tener un terreno para hacer sus nuevos hogares.
Tras unos 15 minutos en el predio, el comandante da la orden a sus muchachos para que se reagrupen y suban de nuevo al convoy de camionetas blindadas.
En el trayecto de regreso a la comandancia, varias patrullas de la policía municipal y un convoy de marinos aparecen circulando lentamente por la carretera que da acceso a Coahuayana. Una semana atrás, el pasado 17 de enero, dos activistas de derechos humanos fueron desaparecidos por el crimen organizado cuando salieron de una reunión en Aquila, a unos pocos kilómetros de Coahuayana. Y decenas de vecinos de esa comunidad realizaron bloqueos en el puente que une los estados de Colima y Michoacán.
El ambiente en la zona se respira denso, pesado. Por ello, el comandante Héctor ha pedido calma a sus autodefensas para evitar roces con los soldados, especialmente excitados en estos días, máxime después de que el pasado 21 de enero un grupo de sicarios los emboscara en Coalcomán, matando a un alto mando militar de la región.
—Nosotros siempre los saludamos. Y ellos… a veces nos saludan —deja escapar una risita irónica—. Pero, de repente, algunos sí nos han enfocado con las armas. Y yo lo que les digo a mis muchachos es que sigamos con nuestro camino. Que no hagamos el amago de levantar las armas, que evitemos enfrentamientos, y que cuando vean un retén de soldados o de marinos no le saquen a detenerse, porque nosotros no somos rateros.
De vuelta en la comandancia, el líder autodefensa entra a su despacho: una sala amplia con aire acondicionado donde, en un extremo, tiene un enorme escritorio de madera. Sobre la mesa, junto a la figura de un guerrero azteca y otra figura de un jaguar, hay una placa con su nombre. De las paredes cuelgan los retratos de los cuatro autodefensas asesinados por el cártel.
El comandante toma asiento y saluda a Dominic, el pastor belga que lo recibe y se acurruca a sus pies debajo del escritorio. A continuación, mira de reojo una enorme pantalla de televisión donde van transcurriendo las imágenes en directo que captan varias cámaras repartidas por el pueblo y deja caer la espalda sobre el respaldo de la silla. Sobre su cabeza, siempre cubierta por la gorra negra, hay dos escopetas de caza de dos cañones. Y a su izquierda, a unos pocos pasos del escritorio, hay un armario con una puerta de fierro y candado en el que permanecen a resguardo más fusiles de asalto, un viejo kalashnikov, pistolas y una espada.
Una asistente del comandante accede al despacho y le informa que dos mujeres quieren verlo. Ahora, además de mantener a raya al narco, empieza su otra gran tarea: ser el intermediario en los conflictos entre los vecinos de Coahuayana.
—¡Tráete a esa persona a como dé lugar! —ordena a un subalterno tras platicar con las dos mujeres, que han denunciado recibir amenazas de un hombre.
A los minutos, un joven entra al despacho cabizbajo y achicado.
—Mira, te lo digo muy claro: bájale de huevos y no andes amenazando a nadie —le espeta el comandante en cuanto el joven toma asiento.
—Pero, patrón, yo…
—¡Nada! —lo interrumpe—. Ya bájale —le vuelve a ordenar—. Y no te andes metiendo en problemas porque te estás echando al pueblo encima. ¿Está claro?
El asunto queda resuelto. Pero ni cinco minutos después llegan otras tres personas con otro problema por la disputa de un terreno. Y luego llegan más, y luego más personas. Así, hasta que cae la noche. Entonces, el comandante se levanta al fin de la silla ante la atenta mirada de Dominic. Pero el walkie talkie que ha dejado sobre la mesa, junto a una botella de mezcal con un enorme alacrán flotando inerte en su interior, lo detiene.
Una voz alerta de la posible presencia de criminales en los alrededores de Coahuayana.
El trabajo no cesa, sonríe cansado el comandante.
—Cada día nos sentimos más abandonados, no por la gente de la comunidad, sino por nuestros gobiernos, que vemos que cada día nos abandona más —lamenta el autodefensa que toma el walkie entre sus manos para ajustar la frecuencia—. Pero nosotros aquí vamos a seguir —dice tras dejar la pistola sobre la mesa y tomar asiento de nuevo—. Vamos a seguir trabajando para mantener fuera del pueblo al Cártel Jalisco.
Este texto fue elaborado por el equipo de Animal Político y lo reproducimos con su autorización.