Testimonio de un normalista sobreviviente del ataque en la Autopista del Sol hace nueve años

Texto: Margena de la O

Fotografía: José Luis de la Cruz

12 de diciembre del 2020

Chilpancingo 

 

El normalista cierra los ojos.

 

Los párpados le pesan como dos trozos de losa. Hace un esfuerzo grande para abrirlos y mantenerlos así.

 

—Si me quedo dormido, moriré. —Piensa.

 

Su respiración es lenta, dificultosa.

 

—No te duermas güey, aquí estamos, no te duermas —despertó a Édgar el zarandeo del paramédico en la ambulancia.

 

—Ya no aguanto viejo, llévame a cualquier hospital, ya no aguanto —respondió pausado, con voz ronca, confusa.

 

— ¡Aguanta güey, ya vamos, ya vamos…!

 

El paramédico rompió la playera y puso una bola de gasas en el boquete que tenía el normalista al lado derecho del pecho, por donde se le escapaba el aire que respiraba y un chorro grueso de sangre.

 

El normalista apretó los ojos, se mordió los labios y movió la cabeza de derecha a izquierda varias veces.

 

—¿Qué te pasó? —preguntó el paramédico.

 

—Creo que me dispararon —contestó el normalista. La voz apenas audible.

 

 

Estas imágenes corresponden a distintas protestas de normalistas de Ayotzinapa en memoria de sus compañeros asesinados en ese desalojo de la Autopista del Sol.

 

Minutos antes…

Édgar corría en dirección al puente del río Huacapa, frente a Liverpool, para librarse de los disparos que venían del lado norte de la carretera, donde vio policías uniformados.

 

Logró estar fuera de su blanco y sintió alivió. En la zona comercial se dio cuenta que seguían los disparos, aunque no vio ningún uniformado. Se agachó a recoger una piedra que creyó le serviría contra las balas. Al levantarse algo le contuvo la respiración, era una sensación de descarga eléctrica en el pecho.

 

—¿Qué me pasó?, —pensó con una expresión de duda en la cara.

 

—¿Qué me hicieron? ¿Qué hago?, —repetía en el silencio del pensamiento.

 

Vio que del pecho le salía un borbollón de sangre.

 

—Aquí voy a morir… ¡Pura madre que me muero!, —se dijo para sí mismo y consiguió vencer la inmovilidad de las piernas.

 

Se puso la mano en el pecho y se reincorporó. Comenzó a correr hacia los autobuses en los que llegaron a la Autopista del Sol, los que continuaban atravesados en la carretera y que ahora protegían a sus compañeros de las balas. Se detuvo, cambió de dirección, valoró que era mejor ir hacia el norte, recordó que entre los policías había patrullas con rótulos de Policía Federal y quizá también una ambulancia.

 

—¡Miren cabrones lo que me hicieron. Ya me chingaron! ¡Vénganme a ayudar! —gritó Édgar al alzar el brazo derecho, y señalar con el dedo índice de su mano una mancha de sangre que se dibujada aun en la playera roja que estrenaba ese día.

 

Le era difícil respirar. El agotamiento traicionaba el ritmo de sus pasos, pero no la lucidez de sus sentidos, porque todavía oía el sonido de los disparos y de los gases lacrimógenos saliendo de sus contenedores.

 

Varios policías federales lo vieron sorprendidos y algunos hasta bajaron sus armas, como librándose de culpas.

 

Un policía federal se acercó al normalista y le dijo:

 

—¡Mira cabrón, vete de aquí!, si no te va a ir peor.

 

Édgar lo miró. Se cubrió nuevamente la herida con ambas manos extendidas, se dio la media vuelta y comenzó a correr hacia donde estaban los normalistas.

 

La respiración se le iba, se sentía débil y lo resentían sus piernas, pero siguió. Su objetivo era llegar atrás de los autobuses, ignoró casi todo, hasta al fotoperiodista Abel Miranda Ayala que lo fotografió; el único que lo captó.

 

Jorge Alexis Herrera Pino era su mejor amigo, compartieron los últimos tres años de vida en el internado de Ayotzinapa. Édgar vio a Alexis tirado en el asfalto, convulsionaba todavía por la bala que le atravesó la cabeza y por la que moriría segundos después.

 

Édgar lo vio y pensó en ayudarle a que se levantara. Intentó agacharse y sintió que la vida se le iba.

 

—Este güey ya no va a sobrevivir, —pensó. En ese momento, por fin, dos de sus compañeros lo vieron y lo llevaron atrás de los autobuses.

 

 

En la ambulancia…

—¿Cómo te llamas?, ¿De dónde eres?

El paramédico interrumpe el tobogán de imágenes que tiene Édgar en la mente.

 

—No quiero morirme, no me voy a morir, —pensó.

 

—Todavía siguen los disparos, el relajo. Dicen que hay varios de tus compañeros heridos y nos los queremos llevar también ¡Aguanta! —le informó el paramédico.

 

El paramédico volteó hacia el chofer y dio una orden:

— ¡Vámonos, ya! Este chavo está muy mal.

 

El paramédico volvió hacia Édgar.

 

—¿Tienes ISSSTE, IMSS…?

 

—Tengo de todo, pero llévenme a cualquier hospital, el más cerca.

 

Sintió que la ambulancia, a la que no se acordaba claramente cómo llegó —la memoria de Édgar sólo registra que sus compañeros lo llevaron atrás de los autobuses, lo subieron a la urvan de la normal e iban en dirección sur, hacia la caseta de Palo Blanco— se detuvo.

 

— ¿Por qué se para? —preguntó Édgar al paramédico.

 

—Nos pararon.

 

Abrieron la puerta trasera de la ambulancia. Édgar vio que era un policía federal, y el miedo del que se había librado antes otra vez llegó, y la esperanza de sobrevivir escapaba. El chofer de la ambulancia atendió al policía federal.

 

No se dio cuenta que la ambulancia pasaba de nuevo por el lugar en que lo hirieron. Esta vez por el carril sur-norte, donde los cuerpos de su amigo Jorge Alexis y el de Gabriel Echeverría de Jesús estaban tirados, muertos.

 

Escuchó la plática entre el paramédico y el policía federal.

 

—¿Quién es?, ¿De dónde viene?, ¿Qué le pasó?

 

—No sabemos quién es, ni de dónde viene, nomás nos llegó. No nos dijo, nada más.

 

El policía federal regresó a ver a Édgar, cómo examinándolo.

 

—¡Ta’ bien, pues, llévatelo! ¡Vete, vete…!

 

El policía cerró la puerta de la ambulancia de un azotón.

 

La ambulancia lo llevó a la clínica del ISSSTE.

 

Édgar supo que estaba en un hospital. Sacó el celular de la bolsa derecha de su pantalón. Quiso escribir un mensaje de texto pero no pudo. Vio que el color de sus manos, uñas, y de su piel, estaban amarillas o sin color. Le pareció que su cuerpo era el de un anciano.

 

—No te duermas Édgar, aguanta lo más que puedas, —se decía el mismo.

 

Recordó que debía avisarle a su papá y que éste le llamara a La Cuija, como él llamaba a su mamá. Respiró profundo, hizo a un lado el dolor, tomó el celular, marcó un número y fingió su mejor voz.

 

—¡Papá, papá! ¿Cómo estás?

 

—¡Bien hijo!, ¿Dónde andas? Y ese milagro…

 

—Mira, me pasó un accidente, pero fue pequeño, nomás para que me vengan a checar.

 

— Pero ¿Qué tienes?, ¿Qué te pasó?

 

—No te preocupes, tú vente, yo estoy bien.

 

—Está bien, ya voy.

 

El padre de Édgar estaba en Acapulco. Cuando llegó a la clínica del ISSSTE en Chilpancingo supo que su hijo luchaba por su vida.

 

 

Édgar David Espíritu Olmedo sobrevivió al ataque de policías federales y estatales contra los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, hace nueve años en la Autopista del Sol, el 12 de diciembre del 2011.

 

Este testimonio se reconstruyó a partir de varias entrevistas con Édgar durante la primera etapa de su recuperación. La primera versión de este texto se publicó en el semanario Trinchera en el mes de diciembre del 2013.

 

Los normalistas tomaron esa mañana la autopista a la altura del punto conocido como Parador del Marqués para exigir la reanudación de clases en la Normal Rural, las que se habían interrumpido desde el 2 de noviembre anterior.

 

También exigían una audiencia con el entonces gobernador Ángel Aguirre Rivero, quien ya los había plantado en cuatro ocasiones anteriores.

 

Las clases en la Normal Rural se habían interrumpido por un conflicto suscitado entre la planta docente y estudiantes porque la Secretaría de Educación de Guerrero (SEG) quería nombrar como director a Eugenio Hernández García, a quien los normalistas acusaban de represor. En su demanda también incluían la exigencia de todos los años de aumentar la matrícula escolar; en esa ocasión pedían 30 espacios más, es decir, completar 170.

 

Esta protesta, como muchas otras de los normalistas de Ayotzinapa, no ameritaba el uso excesivo de la fuerza policiaca, sobre todo porque ocurrió un lunes y no afectaba el flujo turístico a Acapulco, como ocurre en un fin de semana, argumento en el que siempre se escuda el gobierno estatal para los desalojos. Cuando los normalistas llegaron al Parador del Marqués, inmediatamente arribaron unos 300 policías federales y ministeriales, y la represión comenzó minutos después.